domingo, diciembre 28, 2025
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Don Rolando Barrenechea y su guadalupanidad a flor de piel

Don Rolando Barrenechea, guadalupano de pura cepa, hoy un militar en retiro, vive en Casa Grande, pero cada año vuelve a su terruño en carne y hueso. Ha dejado para la posteridad una interesante plaqueta: “Testimonios y anécdotas guadalupanas”.

Hace unos meses llegó a mis manos una plaqueta titulada “Testimonios y anécdotas guadalupanas”, cuyo autor era, según constaba en la portada, Rolando Barrenechea (Lalo) Rázuri. Nunca había tenido noticias sobre el autor, de quien apenas, gracias a la portada, sabía su nombre; esto me motivó a buscar entre las páginas de la plaqueta alguna información extra, algo que (casi) todo autor coloca cuando publica, algunos tímidamente, otros exageradamente, ganados por el ego; pero, no encontré nada, así que me quedé con la curiosidad intacta.

Lo que no me quedó intacta, fueron las ganas de saborear los textos de la plaqueta; por lo que ni bien llegué a casa, me senté en mi mueble y leí todo de un tirón, con deleite; pues, no está de más recordarlo, soy un amante empedernido de lo que se escribe sobre mi pueblo, ya sea que este funja de telón de fondo, ya sea que funja de actor o personaje.   

En mi primera lectura, desprovisto de mi ojo crítico, arropado solo de la emoción, los textos me dejaron un grato sabor a historia, nostalgia, guadalupanidad. Don Rolando Barrenechea, como todo guadalupano de fe, en el primer conjunto de textos —Oración a la Virgen de Guadalupe, Cómo se identificó la Virgen de Guadalupe, Origen y feria de la Virgen de Guadalupe en Perú, Coronación canónica de la Santísima Virgen de Guadalupe— se hunde y se solaza en la historia de la Patrona de los Pueblos del Norte y Excelsa Reina del Perú, su patrona. En el segundo conjunto de textos —Remembranza al distrito de Guadalupe, A mi escuela de varones No 235, Guadalupe–Perú— brinda una reseña personal del pueblo donde nació y vivió, y la de su escuela donde jugueteó y se formó. Ambos conjuntos de textos los hilvana desde sus propias lecturas, desde la oralidad, desde su memoria, desde la nostalgia. Menciona al icónico vagón y su tornamesa, así como algunos guadalupanos que me son “conocidos”: Luis Plasencia, Arturo Deza, Henry Castañeda, José Rivasplata y Miguel Angelats…; este último se convertiría en un eximio orador y poeta, a quien tuve el privilegio de reunirle su obra poética, hasta entonces dispersa en periódicos, en la plaqueta Simplemente Angelats (2012) y publicarla.

En el tercer conjunto de textos, el ímpetu de don Rolando Barrenechea lo empuja a reivindicar a los hombres que según su juicio han dejado huella importante en el devenir de Guadalupe; así, hace desfilar en sus líneas a Fernando Albújar, Justo Albújar, Manuel Guarniz, Tomás Lafora, Timoteo Plaza, José Bernardo Goyburo y Rázuri, Rodolfo Gonzáles Aguinaga, Jaime Deza Rivasplata, Juan Noriega Salazar, Víctor Alejandro Díaz Marrufo, Sixto Balarezo Carbajal, Rómulo Matos Ramírez, Dolimbrán Mora Banda, Encásico Mora Banda, Alfonso Balarezo Carbajal, Juan Correa Ugaz, María Revilla, Mercedes Rázuri Sisniegas, Miguel Angelats Quiroz, Luis Plasencia Puelles, José Pérez Cruz, y Robert Jara. Es menester confesar en este punto que fue una gran sorpresa para mí, ver desfilar —colarse— mi nombre junto a los de probada trascendencia, por lo que solo me queda expresar mi gratitud. Al autor le urge la necesidad de valorar, por ejemplo, a los Albújar y Guarniz y su acto heroico acaecido en plena Guerra del Pacífico, ícono de la guadalupanidad; a don Tomas Lafora y su recia filantropía en beneficio de los demás; a don José Bernardo Goyburo y Rázuri y su aporte a la formación del caballo de paso peruano; a don Juan Noriega, otrora hacendado, y su aporte al desarrollo agrícola, benefactor del centro poblado Semán. 



En el cuarto conjunto de textos, don Rolando Barrenechea nos ofrece variopintas anécdotas guadalupanas, ya vividas, ya que le llegaron de oídas: Cuando perdió el sargento Barrón, Don José Leyva, El perro que perdió la cabeza por amor, Los fantasmas del convento, El día de la amistad, afecto y amor guadalupano, Instalación de la luz eléctrica en Guadalupe, La traición de la potranca, El gran Houdini guadalupano, El burro mocho, Los gallos de Montero (Kena), La chicha madura, Los perros guardianes. Debo señalar algunas de las anécdotas que tienen en común a la muerte y que, además, no las había “escuchado” antes o quizá las había olvidado: El perro que perdió la cabeza por un amor, donde se cuenta cómo un perro, literal e inocentemente, perdió la cabeza por un amor, de un machetazo, asestado por don Bernabé Balarezo, furibundo y confundido. La traición de la potranca, donde se cuenta cómo don Germán Ríos victimó a su potranca porque había manchado, por una traición circunstancial e indeseada, la pureza de la raza; la anécdota funge de pretexto para registrar la tradicional crianza del caballo de paso peruano en Guadalupe. El gran Houdini guadalupano, donde se cuenta la trágica muerte de Nicolás Falcón, un carismático y talentoso ciudadano, quien se ahogó en las aguas de Los dos puentes, mientras realizaba su acto de magia, emulando al gran escapista húngaro.     

Si bien “Testimonios y anécdotas guadalupanas” de don Rolando Barrenechea, a quien animo a continuar plasmando sus vivencias, es una plaqueta pletórica de vida y nostalgia, un testimonio de parte y de oídas, que consta de un portada de papel simple y 68 páginas interiores, en fotocopias, y grapadas, debo confesar, ya provisto de mi ojo crítico, sobre todo si hay planes de elevar la plaqueta a libro, que es necesario mejorar la calidad de impresión y edición en general; y, sobre todo, aunque mi paisano no se presenta con ínfulas de escritor(azo), ni se jacta de serlo, mejorar los textos a nivel gramatical, literario; si bien mi paisano se presenta solo como un hombre de su tiempo, preocupado por dejar para la posteridad su impronta vital y amor por su terruño, no debo ni puedo eximirlo del último pedido.

Hay gente que se va de su pueblo cerrando la puerta —y a veces pateándola— y botando la llave; hay gente que se va sin siquiera haberse ido, (sobre)vive en su pueblo como un despreocupado y perfecto turista; hay gente que se va, pero que nunca se ha ido, vuelve en alma siempre, galopando en sus recuerdos, vuelve en carne y hueso cada que logra burlarse de la esclavitud moderna. Don Lalo (1937), como seguramente le dicen a don Rolando Barrenechea quienes lo estiman, guadalupano de pura cepa, pertenece a la última estirpe, se fue de su terruño a la edad de 18 años para nunca irse; hoy es un militar en retiro, asentado en un recodo de la otrora hacienda Casa Grande, que vuelve a su terruño cada año en carne y hueso; pero siempre, a cada momento, en su Testimonios y anécdotas guadalupanas. Sus latidos juguetean entre el murmullo del cañaveral y el arrozal, alegremente.

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