Escribe: Jorge Hurtado / Desde Barcelona
El día que cambió el clima en Barcelona, la escritora argentina Mariana Enríquez participó en la sesión “Los libros que me han influenciado”, organizado por la Librería La Central. Una hora antes del inicio, el aforo ya estaba completo. El público, compuesto en su mayoría por jóvenes, esperaba entre las estanterías, ojeando al azar los títulos que tenían a mano.
Durante los últimos quince años, la fascinación por Mariana Enríquez ha crecido exponencialmente, convirtiéndola en una suerte de rock star de la literatura en español. Sus lectores no son sólo lectores, sino fans dispuestos a formar una cola para tomarse un selfie o para que les firme sus libros deformados por las continuas relecturas. Fans que peregrinan hacia los santuarios de santos populares que menciona en algunos de sus relatos. Freaks que encuentran en sus páginas seres fantasmales con quienes conversar sobre todo y nada.
Más allá del beso de la muerte
Ese mismo día, antes del evento, visité el cementerio antiguo de Poblenou, atraído por la historia, por la belleza de los mausoleos y por la escultura que Mariana Enríquez menciona en uno de sus crónicas: un esqueleto que sostiene entre sus huesos el cuerpo desfallecido de un joven, mientras le da un beso eternizado en mármol. Pero lo que me sorprendió en el cementerio, fue lo que encontré dentro de uno de los mausoleos.
Una escena que parecía salida de su narrativa: las puertas oxidadas de hierro, entreabiertas, dejaban ver algunos huevos intactos esparcidos en el suelo, y al fondo, bajo una pintura encendida del calvario, descansaba una muñeca vestida de blanco sobre una rosa marchita.
Leer a Mariana Enríquez es una incursión a estos lugares alucinados. Lo insólito se inserta en lo cotidiano. Lo fantástico se mezcla con la violencia. No hay nada que sea un lugar común en su escritura. En su narrativa confluyen la experiencia personal con la ficción, con la misma destreza de un profanador que ha aprendido las artes de mostrar lo que ha desenterrado, mientras alrededor aún sueñan con fantasías inocuas.
Desde sus primeros libros, donde los jóvenes descubren los límites de su cuerpo en una colisión con la voracidad urbana —sostenidos por la música y las drogas—, hasta Archipiélago (Ampersand, 2025), su escritura es un laboratorio en constante estallido, un racional Frankenstein rehecho con las partes de un Benway burroghsiano.
Los escritores que prefiere son los que asumen el riesgo de escribir sin ninguna cortapisa, que se arrojan al vacío sin parapente y no esperan ningún milagro. La literatura como alto riesgo. Los escritores despiadados y que no piensan en el lector. Que no temen en cortar de un hachazo un relato.
Afectos literarios
Como una lectora con predilección por la belleza del escalofrío, Mariana se siente atraída por libros y personajes construidos desde el abismo de la crueldad humana. Aunque decir “crueldad humana” parezca —pues no existe otra—, ella lo ejemplifica con el Juez Holden, de Meridianos de sangre de Corman Mc Carthy. Este es el primer libro que mencionó al hablar de sus lecturas fundamentales. En Archipiélago escribe que esta novela colocó a Mc Carthy en su altar personal: un autor que se atreve a la totalidad, al abismo de la divinidad, como un Melville contemporáneo.
Sobre Héroes y Tumbas es otro de los títulos de su altar, parte de su educación sentimental como lectora. Hoy —dice— este libro sería censurado “por políticamente incorrecto”, recordando Informe sobre Ciegos, donde los invidentes son retratados como guardianes de las tinieblas, los agentes del mal que habitan la oscuridad de las ciudades. Además, le atraía especialmente Alejandra Vidal, la muchacha atormentada que guardaba la cabeza momificada de un pariente asesinado por la Mazorca, ese proto organismo paramilitar argentino del siglo XIX. Después de leer esta novela, dice la escritora, tuvo unos grandes deseos de tener una cabeza momificada, como el personaje de Ernesto Sábato.
El miedo a las tempestades, al vértigo y a la obsesión la alcanzó también con Moby Dick, de Melville. Lo llama “un compendio de magia negra, un libro de los muertos”. Sus lecturas son como unos archipiélagos sometidos a las insospechadas corrientes marinas. De Melville, pasa a Dennis Cooper, el norteamericano que desdibujó para ella los límites entre la violencia y el cuerpo.
Los libros del ciclo de Georges Miles, de Cooper, le abrieron las puertas de la abyección, y las ganas de seguir explorando obras cercanas a lo impublicable, como The Sluts. Una suerte de proto Grindr, el canal de citas gay, pero con la variante de personajes límite que exploran las fantasías sexuales, la crueldad extrema y el gozo masoquista de buscar su propia muerte. Un marqués de Sade en los inicios del siglo XXI.
Ser tocado por el fantasma
¿Cómo no admirar a Mariana Enríquez si narra las escenas más escabrosas de sus archipiélagos literarios con la naturalidad como quien comenta un partido de tenis en una sobremesa? Humor. Ironía. Literatura sin parnasos y sin lugares comunes. Honestidad fulminante y sin amarguras.
Su escena favorita de Cumbres Borrascosas es aquella aparición fantasmal y física de una adolescente muerta muy joven ante ese personaje antipático de Hetfield. Esa descripción hiperrealista del contacto de lo espectral con lo vivo, lo replicó en la novela más traducida y galardonada con el premio Herralde, Nuestra Parte de Noche, en la escena de Gaspar y su hijo.
Es inevitable que no mencione a Stephen King, a quien considera como maestro de un género condenado durante décadas a las zonas coloridas de las estantes de best sellers, en la zona ajena a los cánones literarios. Para iniciarse en King recomendó leer IT, el cajón de sastre de todo lo que significa su literatura. Después, la obra maestra El Resplandor. Y por último, Cementerio de Animales, una de sus favoritas, “una novela equivalente a autolesionarse”.

De esta última recuerda una escena que aún la perturba: un médico, tras perder a su hijo de tres años en un accidente, exhuma el cadáver y lo lleva en una bolsa de lona, en el asiento del copiloto. Palpa el cadáver para comprobar si la cabeza está en la posición correcta y siente alivio al notar que su hijo tenía la cabeza con los ojos hacia delante. Mariana cuenta que lanzó el libro, “como si fuese una araña venenosa”, pero luego no paró de leerlo hasta terminarlo.
La violencia política es inevitable en la literatura latinoamericana. Las ficciones narran las tensiones entre lo real y lo fantástico, entre lo cotidiano y el horror de las tiranías, como lo hizo el argentino Rodolfo Walsh —desaparecido por la dictadura argentina en los años setenta— en su relato Esa Mujer, donde un periodista conversa con un militar que conserva los restos de Eva Perón en un lugar desconocido, y donde la describe como ”una mujer desnuda con toda la muerte en el aire”. Una escena que Mariana rescata como ejemplo de cómo la política se filtra en la literatura, desde lo delirante y lo perverso del poder.
Las islas literarias
Los escritores que prefiere son los que asumen el riesgo de escribir sin ninguna cortapisa, que se arrojan al vacío sin parapente y no esperan ningún milagro. La literatura como alto riesgo. Los escritores despiadados y que no piensan en el lector. Que no temen en cortar de un hachazo un relato, de mostrar un muñón en medio de una acción ante la desesperación del lector y terminan el relato en cualquier parte, sin seguir los consejos de los manuales de escritura narrativa.
Dentro de sus islas literarias, menciona a Silvina Ocampo, Carson Mc Cullers, Amparo Dávila, Robert Aickman, Kathy Acker, Shirley Jackson. Ray Bradbury, tierno y encantador. A William Burroughs quien la convirtió en una “heroinómana emocional” y le enseñó la audacia de la escritura. A Fitzgerald, a quien tardó en entenderlo hasta tener una epifanía. A Joy Williams , capaz de escribir desde el ruido contemporáneo.
A María Moreno, quien escribió La Merma después de padecer un accidente cerebro vascular. A Cortázar y Borges. Y se detiene en Borges, de quien no habla con la veneración solemne de otros. Reconoce que sus libros le enseñaron a escribir desde el juego, sin tener los prejuicios de una literatura desde la imaginación, inventando libros y reinventando mitologías. Y, sobre todo, destaca de Borges que escribió con los usos idiomáticos de lo argentino.
Le gusta también los escritores caprichosos, como el periodista británico Bruce Chatwin, que buscaba impresionar al lector ensamblando sus textos con lo que tenía a mano, sin importarle la precisión factual. Lo opuesto a la rigurosidad del periodismo actual, obsesionado con la exactitud y la réplica fiel de una realidad predecible, sin lugar para la imaginación.
Durante toda la conversación solo escuché su voz. Una columna de ladrillos y llena de libros me impidió que viese a Mariana Enríquez durante todo el conversatorio. Y quizá esa sea la verdadera experiencia de leer —o escuchar— a Mariana Enríquez: percibir que siempre hay un fantasma a tu lado.
No más Kafka, por favor, y otras incorrecciones
“Por favor, dejen de recomendarme a Kafka. Me irrita”. No hay lugar en que alguien no le hable del escritor checo. Intentó leerlo varias veces, incluso Cartas al Padre, y sólo se preguntó qué obsesión tiene este tipo con su padre. Y aplastaría a la cucaracha Samsa, si la viese aparecer. Alguien le sugirió empezar por los diarios antes que la ficción; lo intentó y terminó odiándolo más. “Déjenme en paz con este hombre. Me resulta imposible leerlo cuando más me lo recomiendan”.
Tampoco soporta a Jane Austen. “Todos sus libros iguales, obsesionados con los rituales amorosos. No puedo con Jane Austen y no me importa todo lo que le ocurre a esta mujer”.
La sala se convierte en un bosque de brazos levantados. Se disputan el micrófono; incluso Rodrigo Fresán, mencionado varias veces por su compatriota, alza la mano, sin alcanzar a intervenir. ¿Por qué tan punk y tan mainstream? “Nunca he sido punk y no hay más mainstream que los Sex Pistols”. Publicar en una editorial importante o acceder a espacios que le permitan vivir, no es una traición a nadie, sino una posibilidad legítima.
Archipiélago, un libro de 29 islas
El último libro de Mariana Enríquez es un acto de honestidad. No inventa lecturas. No simula haber leído lo que nunca leyó. No entiende cómo algunos sienten la obligación de hablar sobre lo que nunca leyeron, porque no son sinceros consigo mismos ni con sus lectores. No tiene librerías favoritas ni acumula libros en balde ni siente ese placer por oler los libros. Lee lo que le atrae, lo que le recomiendan sus amigos —como el mismo Rodrigo Fresán, sentado entre el público—, lo que despierta su curiosidad. La mayor parte de su biblioteca fue trasladada desde Buenos Aires hasta Tasmania, en Australia, donde actualmente radica.
Al terminar, intento verla.
Durante toda la conversación solo escuché su voz. Una columna de ladrillos y llena de libros me impidió que viese a Mariana Enríquez durante todo el conversatorio. Y quizá esa sea la verdadera experiencia de leer —o escuchar— a Mariana Enríquez: percibir que siempre hay un fantasma a tu lado. Una voz que emerge desde lo oscuro, desde lo cotidiano, para recordarnos que la literatura no consuela ni ilumina, sino que hiere, fascina y perturba.





