Escribe: Omar Aliaga Loje
Debe haber sido cuando tenía 13 o 14 años. O quizás 15. Aunque para quienes me conocen hoy les pueda resultar extraño, hubo un tiempo en que este periodista era un militante del catolicismo. Iba al catecismo, participaba de reuniones de jóvenes católicos e iba a misa. Y pues cuando llegaba la Semana Santa acataba al pie de la letra todo lo que dictaban las normas de la liturgia.
Cabe decir: al menos por esa fecha, nada de pensamientos impuros, no mirar calatas ni por asomo, rezar y, desde luego, comer solo pescado.
Y, como suele pasar, a muchos, de chico, no nos hacía mucha gracia el pescado. Salvo el cebiche, comer pescado solía ser una especie de penitencia, un castigo por los pecados cometidos.
Pero había otra excepción que justo llegaba en Semana Santa: la causa en lapa.
La nostalgia de la causa en lapa
Justamente, decía al inicio de esta crónica, cuando tenía 13 o 14, o quizás 15, ocurrió algo. Fue un viernes santo, como hoy que escribo este texto. Fue un viernes santo que, con todo el fervor religioso posible o acaso tratando de imitar alguna forma de martirologio cristiano, decidí ayunar.
Me quedé entonces, como el ritual indicaba, mirando todas las películas que emitían los canales de TV de señal abierta en la fecha sagrada. Desde Los Diez Mandamientos hasta Ben Hur, sin dejar de lado Jesús de Nazaret, pasando antes por la clásica Cleopatra (¡no saben qué difícil era resistirme a la tentación de la carne de Liz Taylor ahí!).
Sin la abuela presente por la ley de la vida, con la dispersión de la familia grande, la causa en lapa se ha ido diluyendo también de la Semana Santa. En Trujillo en general, también.
Pero todo ello, que solía hacer los viernes santo de cada año, y con mucha fruición, lo hice esta vez sin comer ni un pan. Solo bebía agua, que era la recomendación que me hizo alguien por si me ocurría ayunar alguna vez.
Mis padres y mi hermano no estaban en casa. En esas fechas la familia grande se reunía en casa de la abuela Feli. Felícita Flores de Aliaga era la matriarca que ese viernes santo, ungida por algún toque divino, convertía la caballa, la papa, la cebolla, el tomate, el escabeche, el camote, la yuca, el choclo y sus recutecus en un auténtico milagro de Dios: la causa en lapa.
Ese día aguanté hasta la noche. Pero la recompensa fue épica: un tazón hondo repleto de causa en lapa preparado por las manos milagrosas de la mamá Feli. No es necesario detallar cómo fue que devoré ese plato en la noche del viernes.
Sin la abuela presente por la ley de la vida, con la dispersión de la familia grande, la causa en lapa se ha ido diluyendo también de la Semana Santa. En Trujillo en general, también. Ni siquiera es posible encontrarla, prácticamente, en los restaurantes norteños.
Un día encontré el plato en un afamado restaurante trujillano. Lo pedí. Pero el sabor no era el mismo, la textura no era la misma, el casero cariño estaba ausente. La causa en lapa es uno de esos tesoros tradicionales que han ido perdiéndose con la modernidad de nuestros días.
Los pescados capitales
Ocurre todo lo contrario con ese platillo piurano por excelencia de la Semana Santa, ese maravilloso revoltijo de pescado, arroz, plátano maduro, cebolla, tomate, menestras y ya no sé qué más, pero que somete a quien se anime a probarlo: la malarrabia.
Mi amigo, el editor y escritor Jorge Tume, suele invitarme algunos viernes previos a la Semana Santa a su casa, donde me hace un espacio a la mesa familiar para poder comer junto a todos ellos esa malarrabia que tiene el efecto contrario a lo que que su nombre sugiere, pues sabe más bien a bendición, con su exuberancia de elementos, esa mezcla de salado-dulce que es sacralizada por cualquier pescado, el que esté más a la mano.
La Semana Santa, al fin y al cabo, es un pretexto para que nuestros sentidos, generalmente impuros, cedan a la tentación de un buen pescado capital.
Como ocurrió este viernes santo 29 de marzo en que nos tocó reunirnos, junto a Jorge Tume, con el maestro Eduardo González Viaña. Con el consagrado escritor terminamos anclando, en horas del día, en el conocido «Rincón de Vallejo», una cafetería que se caracteriza sobre todo por sus chicharrones, sus desayunos repletos de cerdos, lomos saltados o tamales.
Esta vez, sin embargo, dada la ocasión, había cachema frita, advirtió la azafate. No se diga más, entonces: que venga esa cachema frita, crocante como una galleta, como una croqueta divina.
Este periodista, que alguna vez fue un militante del catolicismo, y que hoy duda de todo y suele estar seguro de casi nada, llega este viernes santo a la certeza de que es el pescado y la nostalgia de sus sabores el verdadero componente de la Semana Santa. Disculpen la tristeza. Y la blasfemia.