Escribe: Federico Irizarry
En una conversación con Fernando Savater, Cioran fue enfático al mencionar la necesidad de hablar a través de una lengua de borracho. No creo que esté de más, entonces, añadir que lo justo sería también oír por oído de borracho (el triste de Rasinari –estoy seguro– no entraría en ningún desacuerdo por ello). De manera que, bajo la impronta de ambas salvedades, me dispuse abarcar tu texto en compañía de un rebosante litro de Don Q, cuyas libaciones no sólo me harían entrar en calor en medio de este otoño chileno insufriblemente frío y lluvioso, sino que posibilitarían además (y sobre todo) una recepción de mayor contundencia de esta suerte de breviario intensamente combustible, que, más que un camino, propone una viva y estimulante ronda de perfección. Bajo la impronta de lo mismo redacté también algunas reflexiones (algo desordenadas; quizás por la impronta etílica) que vienen en consecuencia. A ver (y a beber, pues).
Alcohol divino trasero
Irreverente, alegre y ambicioso, Manual del buen Borracho es un texto que se dispara desde esa carnavalesca utopía que deviene de la crítica y feliz inversión de la realidad establecida. Todo en él está estructurado a raíz de una aspiración: textualizar, desde el alcohol (como núcleo organizador y festivo), el mundo al revés. Al derecho, el mundo no es más que sobria sombra de autómata, barato resultado heliostático de un falso regulador cultural, mero bagazo de civilización hipócrita. Al revés es mucho más: festiva restitución de una naturaleza desposeída, honestidad recuperada, encuentro del hombre consigo mismo sobre la base de una realidad verdaderamente encarnada. En el principio era el alcohol, ese paraíso perdido. En ese sentido, leo el alcohol en este manual como el reverso del fracaso del hombre. Espacio etílico desde el cual se puede imaginar una nueva utopía. Gozosa reubicación de lo negado. Alcohol divino trasero, entonces.
Sube a beber conmigo, hermano
La inversión que desarrolla (y celebra) este libro lo altera todo, y con un sentido del humor envidiable. Uno de sus mejores logros radica en la constitución de ese héroe ebrio (ébrico quisiera decir) que se hace llamar Braulio de la Barra. A pesar de la inmediatez de su nombre, no está caracterizado como un fantoche. Habría sido fácil y simplón adjudicarle el humor burdo del cantinismo pintoresco, el tufo embrutecedor del alcohólico de costumbre, la baba cervecera del borrachín de esquina. Y es que está construido dentro un inusual espesor ético que lo particulariza. Su potente individualidad está articulada por una embriaguez lúcida, que no es otra cosa que una determinada conciencia de mundo (bebo, luego existo). Su ideología, podría decirse, está filtrada por la dura botella verde de la Heineken que engulle; y la asume responsablemente hasta el fin (yo me muero como bebí pudo haber tarareado con Silvio).
De momento, Braulio de la Barra me hace pensar en Greg Ayala, el protagonista de Laguna y Asociados –la novela de Emilio Díaz Valcárcel–, o en el personaje principal de la película Leaving Las Vegas (por no hablar de la fauna bukowskiana, que resultaría obvio); es decir, en un borracho total de acuerdo con la maravillosa reacentuación que recibe esta palabra en el contexto del libro: hombre en su más alta y esencial expresión (homo ethylicus). La utopía de un mundo al revés posiciona, así, al borracho en lugar elevado: helo ahí como filósofo, como escritor, como pensador de la vida, investido siempre por una autenticidad más que sospechosa en un profesional de las letras. El alcohol nos hará libres.
La inversión del mundo de la que goza la estructuración global de este libro también se puede detectar en el sitio en que escribe sus máximas: en el revés de las etiquetas que van pegadas al vidrio que conserva la cerveza; y también en el género que escribe: el del microdiscurso, pues su fragmentarismo puede entenderse como una suerte de rechazo al texto tradicional (el del mundo al derecho). Algo más quisiera señalar en este vuelo de pájaro respecto de este sujeto: su carisma. Como el mismo alcohol quizás, Braulio de la Barra es el tipo capaz de seducir, incluso más allá de la muerte. La publicación de sus textos es obra de ello. Y tal seducción tiene que ver mucho con el estadio elevado (no olvidar nunca la inversión) desde donde asume la vida, el alcohol y la palabra. Es, así, un hombre de altura (pero no necesariamente las de Macchu Picchu –sobre todo las de Neruda). Y desde tal cima es que su seducción se convierte en llamado, o mejor aún, en mandato: sube a beber conmigo, hermano. ¿De qué otra manera podría entenderse que sus textos sean llamados rules o, en última instancia, manual, según la transformación que sufrió esta acepción a raíz de ese personaje que se hace llamar Robert Jara, una especie de allegado, discípulo y seguidor suyo tal y como él mismo lo sugiere en el prólogo?
Que la estrella del alcohol nos alumbre (Gonzalo Rojas)
Otros logros del Manual radican tanto en el contacto que mantiene en todo momento con la vida, así como en la forma en que estructura su discursividad. Es literatura vitalista, herencia de la escritura carnavalizada de la que se nutre. El peso, por ejemplo, del autor en el personaje homónimo, Robert Jara, brinda un detonante de vitalidad de especial significación. Hace pensar en una suerte de testimonio inmediato (recordar hasta cierto punto a Seva). En todo caso, hace pensar en experiencias, inquietudes y reflexiones propias, pero desdobladas. Desdoblamiento que, no obstante, encuentra su culminación en la otra (y más luminosa) cara suya: el mismo Braulio de la Barra. Creo que a raíz de estos dos personajes se puede hablar de dos discursos en competencia dentro del mismo texto. Uno liberado de toda atadura y otro en vías de liberación. Ambos, no obstante, dialogan. El primero pertenece a Braulio de la Barra y, de acuerdo con la ideología que despliega, me atrevería llamarlo discurso alcohólico; el segundo pertenece a Robert Jara (el personaje) y se caracteriza por un discurso ambivalente, de apego y resistencia al anterior. Me refiero a que, si el discurso alcohólico de la Barra está constituido por una práctica fragmentaria y alternativa, desatado de la camisa de fuerza que lo limita (según una de las imágenes con que privilegia el poder deshinibidor del alcohol); el de Jara se empeña en someterlo a cierto grado de orden y presentación que hace resucitar la noción de camisa de fuerza que tanto combatió de la Barra. De ahí el firme propósito de Jara de dar forma de libro rigurosamente ordenado a la desorganizada escritura de su amigo (¿no será esto otra forma de domesticación que éste último habría aborrecido?); de ahí también el proceso de traducción y transformaciones al que lo somete (en compañía, incluso, de ciertas personalidades cuyas autoridades en conocimientos especializados podrían atentar en contra de la sapiencia silvestre del bárbaro bar); de ahí también la disposición temática de las etiquetas y de la prosa de los cuadernos; de ahí también la misma actitud explicativa del prólogo. Me parece que esta estructura discursiva en conflicto, lejos de ser una debilidad del texto, engarza a la perfección con la actitud vitalista que mencioné más arriba. Reproduce la forma problemática, competitiva y, por lo mismo, abierta e inacaba de nuestra existencia con otros. Reproduce la estructura dialogada y dialogizante de la vida, para utilizar algunos términos de Bajtín.
De la misma manera, tanto estructuración discursiva como vitalidad están muy presentes en el lenguaje que utiliza Braulio de la Barra. Este personaje no sólo se acerca a un habla propia o una coloquialidad de cafetín, sino que canibaliza insaciablemente todo tipo de discurso. Hace una constante reescritura. Escritura embriagada (pero no aturdida) de otras. Por ello intertextualiza ciertas frases famosas de la escritura intelectual y privilegiada (como las de Descartes, Neruda, Shakespeare, Darío o Vallejo, por ejemplo) pero también se apropia (y los adultera alegremente) de los clichés más cursis y cotidianos, la agresiva fraseología publicitaria, los chistes, el dogmático discurso religioso, las pesimistas máximas de la (pseudo) filosofía de Murphy, algún estribillo esperanzador del merengue de Juan Luis Guerra, varias expresiones de los libros de autoestima que se venden en Walgreen´s como best sellers, los apalabramientos machistas, etc. Todo ello me hace pensar que el discurso alcohólico de la Barra coincide poderosamente con cierta antipoesía de Nicanor Parra (coincidencia homófona de los apellidos), especialmente con aquella que se encuentra en sus conocidos artefactos, así como con aquella que se halla entretejida en sus discursos de sobremesa. De hecho, sobre esto último, vale la pena recordar que Mario Rodríguez afirmó que estos discursos parrianos (los de sobremesa) le deben mucho a los frecuentes discursos de borrachos de Chillán.
«La inversión que desarrolla (y celebra) este libro lo altera todo, y con un sentido del humor envidiable. Uno de sus mejores logros radica en la constitución de ese héroe ebrio (ébrico quisiera decir) que se hace llamar Braulio de la Barra».
En relación con lo que comencé diciendo en este apartado, vale la pena recordar también que la antipoesía se constituye como un intento poderoso por darle continuidad a aquello que las vanguardias no pudieron llevar a cabo a pesar de su empeño: unir arte y vida. Si es así, como dice Rojas, que la estrella del alcohol nos alumbre.
Última copa (y nos vemos en los bares)
He querido dar énfasis a estos aspectos generales de Manual del Buen Borracho. Faltaría mucho por decir, pues se me presenta como un texto riquísimo de posibilidades. Me habría gustado enfocarme más en el delirante humor que mueve literalmente a carcajadas en este texto. Me habría gustado abordar el tema religioso; en específico la figura del Cristo borracho cuya sangre no es más alcohol que se toma en función de una regeneración en clave inversa. Esa es una imagen poderosamente carnavalesca y utópica, vital, diría yo, para entender a mayor profundidad este manualillo. Me habría gustado también abordar la reescritura de la famosa frase de Descartes, pues si la misma es la base sobre la que se construye el edificio de la modernidad, creo que la de la Barra se erige como crítica antirracional y antiiluminista. Me habría gustado abarcar con mayor detenimiento los textos en prosa. Me habría gustado estudiar el Manual a la luz de los estudios de Bajtín y las obras antiguas, medievales y renacentistas a las que este texto le debe mucho. En fin, me habría gustado (pero el tiempo y los estudios traicionan).
Es un texto inteligente, bien pensado, muy bien escrito, rigurosamente articulado. No hallo muchas fallas. En algún momento pensé como una debilidad el hecho de que hay muchas frases en la sección de Etiquetas y que varias de ellas parecen desinflarse en su propósito, pues no consiguen despertar inquietud, humor o sorpresa en el lector, factor principal para que no se tenga la tentación de saltarse por medio otras. Pero quizás no está del todo mal que se así. Es posible que el éxito de algunas de esas frases se deba no sólo a su contenido o punzante estructuración, sino también a que están entrelazadas con otras que le permitan de momento su protagonismo. Es decir: dentro del conjunto unas se sacrifican en beneficio de otras. Me di a la tarea de revisar un libro de las Greguerías de Ramón Gómez de la Serna, así como de las Calcomanías de Oliverio Girondo y era imposible que un conjunto de este tipo de frases mantuviera uniformidad de efecto e interés. Creo que es parte del género al que pertenecen.