El 22 de noviembre pasado se inauguró la IV Bienal de Arte de Trujillo. Los amantes del arte parecían estar contentos de que vuelva este acontecimiento cultural que nunca debió perderse. Pero no todos estaban contentos.
El destacado fotógrafo José Carlos Orrillo incendió la pradera con un post en su muro de Facebook, al que tituló RÉQUIEM POR LA MÁQUINA DE ARCILLA (y la farsa de la “4ta Bienal”).
Orrillo empieza diciendo que en pocos meses se cumplirán 3 años desde que denunció la destrucción de La Máquina de Arcilla, obra de Emilio Rodríguez-Larraín.
En el post, el fotógrafo sostiene que la Bienal inaugurada en noviembre poco tiene que ver con la Bienal histórica para la cual Emilio Rodríguez Larraín levantó su magnífica obra.
«Si este evento fuera realmente la “4ta Bienal de Arte de Trujillo”, como se viene presentando, entonces, por un mínimo de coherencia, el día de la inauguración debería haberse realizado un acto público de desagravio por la destrucción de La Máquina de Arcilla, por parte de los organizadores y las autoridades presentes», dice el barbado fotógrafo.
El post plantea que todo el evento podría y debería haberse dedicado a Emilio Rodríguez-Larraín y a su obra destruida. Y denuncia la “vergonzosa omisión” del atentado en el catálogo del evento, lo cual “ofrece una idea de la absoluta desconexión de este evento con las Bienales históricas que se desarrollaron en Trujillo hace ya más de 30 años”.
Un atentado que quedó impune
José Carlos Orrillo nos recuerda que esta escultura monumental fue levantada en 1987 en la playa de Huanchaco, como parte de la 3era. Bienal de Arte Contemporáneo de Trujillo. Fue considerada por Gustavo Buntinx como una de las obras referentes del land art latinoamericano.
Tan importante obra de arte había resistido décadas de abandono, estaba vandalizada con grafittis y era usada como letrina y basural. Hasta que llegó alguien (posiblemente el invasor de los terrenos aledaños), contrató maquinaria pesada y la redujo a escombros.
El atentado permanece hasta hoy en la impunidad. Orrillo dice que esto «representa con precisión el “valor” que tienen el arte y la cultura para políticos, empresarios y la sociedad peruana en general. Su destrucción impune es el símbolo exacto de una crisis cultural generalizada, el síntoma inequívoco de un país que se hunde cada vez más en la inercia y apatía».