Escribe: Robert Jara
¿Es lo mismo ser mal poeta que no ser poeta? ¿Qué es más legítimo decirle a quien nunca escribe un buen verso, al menos: que es mal poeta o que no es poeta?
Supongamos que un poeta cuando su padre muere, azuzado por el dolor escribe un poema. Luego, un entendido en poesía lo lee, y llega al veredicto de que el poema es malo. Aquí cabe la pregunta, para nada peregrina: ¿el poema es malo porque Luis no es poeta o porque Luis es un mal poeta? El ego del poeta podría resolver este dilema, a su favor, obviamente, aduciendo que el entendido no sabe de poesía. Es aquí donde surge otra legítima pregunta: ¿el poema es malo porque es malo o porque el entendido es un mal entendido? La única certeza, inamovible, pesada como una estrella de neutrones, es que el poeta jamás escribe/publica, aunque lo niegue en todos los idiomas, sabiendo/creyendo íntimamente que su poesía es mala, que es un mal poeta; el poeta escribe/publica bajo la acción del principio de presunción de excelencia literaria; el poeta presume que su poesía es buena, que es buen poeta o, quizá, dominado por un rapto inusual de humildad, que su poesía no es tan mala, que no es tan mal poeta: el acto creativo del poeta se sustenta en un acto de fe estético, en el beneficio de la duda, en las exigencias y urgencias del ego. El poeta sin fe creativa no existe. El poeta que asegura que su poesía es mala o no le gusta, no existe, o es la personificación de la humildad plástica, solapado, o es víctima del malditismo trasnochado: ¡Oh, qué maldito, cómo despotrica, se burla, de su propia poesía! El poeta que publica porque, dizque, lo animaron, porque la oportunidad tocó su puerta, porque ya era tiempo, etc., miente, posa. Poeta que publica, se cree o se sabe poeta en su fuero interno, sin un atisbo de duda.
Si todos los poetas fueran (potencialmente, optimistamente) poetas, el acto de escritura solo develaría si un poeta es un mal poeta o no es poeta; pero si solo algunos poetas fueran (potencialmente, realistamente) poetas, el acto de escritura develaría lo que realmente importa, la poesía, el poeta. Si el solo acto de escritura, diera a luz al poeta, explicaría el por qué, por ejemplo, en muchos países, sino en todos, se difunde como una verdad absoluta, con desparpajo y cierto tufillo chovinista, que, de debajo de cada piedra de sus heredades, brota un poeta; explicaría el por qué, por ejemplo, todo el que pergeña un par de versos, garabatea un poema, se autoproclama acríticamente poeta de polendas; explicaría el por qué, por ejemplo, el poeta cree paradójicamente con certeza que todo lo que escribe (en una servilleta, sentado en el inodoro, en lo que dura un bostezo, en lo que dura una pitada de cigarrillo, en lo que saborea un sorbo de cerveza) es digno (merecido, justo…) de incluirse en una antología.
El poeta que asegura que su poesía es mala o no le gusta, no existe, o es la personificación de la humildad plástica, solapado, o es víctima del malditismo trasnochado.
Leí alguna vez, que el poeta tiene que (auto) llamarse poeta, (auto) reconocerse, léase valorarse, y asumirse como tal ante sí mismo y ante los demás, que no hacerlo era poco menos que una estupidez, un complejo. ¿Por qué no, si el carpintero se llama carpintero; el futbolista, futbolista; el matemático, matemático, etc.? Alentado por estos argumentos, juro que, por acto reflejo, por instinto natural, por mandato de mi ego acariciado, me llamé poeta. Ante la treta psicológica, preferí ser poeta a ser un acomplejado o un idiota, claro está. Pero, luego me abofetearon estas preguntas: ¿acaso porque corro la pista de un estadio soy atleta?, ¿acaso porque pateo una pelota o porque juego tiritos al arco soy futbolista?, ¿acaso porque construyo un banco soy carpintero?, ¿acaso porque saco cuentas en el supermercado soy matemático? Ni soy atleta porque corro la pista de un estadio, ni soy futbolista porque pateo una pelota, ni soy carpintero porque construyo un banco, ni soy matemático porque saco cuentas… ni soy poeta porque escribo unos versos, un poema.
El oficio es producto de la perseverancia, de la práctica, del tiempo; el oficio no es producto de la casualidad, de la improvisación permanente. No basta para escribir poesía mirar al cielo, sentarse bajo un árbol, acongojarse, acojudarse…; para escribir poesía y, por lo tanto, para ser poeta, hay que escribir y escribir, corregir y corregir, botar y botar… sin contemplación, como es bien sabido, pero siempre olvidado, también, por conveniencia.
Dado que los conceptos poeta y poesía son esquivos, gaseosos, antojadizos, y que en tiempos veloces domina lo efímero, lo descartable, para ser poeta no es cuestión de escribir poesía, sino tan solo de anunciarlo; para ser poeta no es necesario escribir poesía; el poeta nace por generación espontánea. Poeta, tu ego es el límite. Claro, hasta que se invente y venga al angustiante llamado de auxilio, el poetómetro, aquel fantástico dispositivo que mide científicamente cuán poético es un declarado poema, cuán poeta es un autoproclamado poeta, con tan solo pasárselos por encima, tal como se estila con un detector de metales.