jueves, enero 23, 2025
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Nicolás Yerovi: el hombre que nos hizo reír con inteligencia, y al que el gobierno despreció hasta su muerte

Hace pocos días se nos fue un grande: el escritor y humorista político Nicolás Yerovi. Se fue entre el cariño y homenaje de miles de personas y el desprecio del gobierno actual. Su legado es inconmensurable.

Leonidas Nicolás Ramón Yerovi Díaz fue uno de los pocos genios que nos quedan. Nació en Lima el 31 de agosto de 1951. ​ Fue poeta, periodista, dramaturgo, novelista y humorista gráfico peruano. Pero la historia lo recordará como el último director del periódico humorístico Monos y Monadas.

Fue hijo de Leonidas Yerovi Pérez y nieto del legendario Leonidas Yerovi Douat, formando así una estirpe de intelectuales de la palabra humorística.

Estudió en la Pontificia Universidad Católica del Perú, obteniendo el bachillerato en Letras y Ciencias Humanas, en 1970, y el doctorado en Literatura y Filología Hispánica, en 1976.

Entre 1968 y 1972 ejerció como profesor en la Universidad Católica, hasta que dejó todo para dedicarse por completo a la literatura. Publicó varios libros.

Durante la dictadura de Francisco Morales Bermúdez tramitó, junto al poeta Antonio Cisneros, la autorización para la reapertura del semanario de humor político, Monos y Monadas, que fuera fundado por su abuelo en 1905. El primer número de esta nueva etapa de la emblemática revista salió el 27 de abril de 1978. ​

Por sus críticas festivas hacia la dictadura militar, sufrió persecución y acoso. Monos y Monadas se editó hasta 1992, cuando fue cerrado por el dictador Alberto Fujimori, aunque reapareció en 2000 y se mantuvo por algunos años más.

El 19 de enero del 2025 pasó a la eternidad. Su legado es imperecedero. Su última ocurrencia fue con ayuda del gobierno: le negaron a su hija ser velado en el local del Ministerio de Cultura.

Pocos meses antes de morir, Nicolás Yerovi, escribió una hermosa semblanza como introducción a su nuevo libro Monos y monadas, que ahora compartimos con los lectores de Conexión Norte. Deléitese, querido, lector, estimada lectora:

Ante la negativa del Ministerio de Cultura de velar los restos de Nicolás Yerovi su local institucional, fue velado en la Biblioteca de Barranco.

El Perú no es un país, es un deporte de aventura.

Esto es muy sencillo de corroborar, ya que ni los pueblos más avanzados y prósperos del planeta como Gabón, Burundi o Burkina Faso han tenido la aventurera dicha de contar con la juramentación de siete presidentes de la república en solo seis años, ni la de ciento cuarenta y ocho ministros de Estado en año y medio.

Si consideramos, además, que en doscientos dos años de república hemos tenido ciento treinta y un gobernantes, veremos que, promediando, la duración de cada uno de ellos en el poder ha sido de un año y medio.

Siendo así, ¿cómo dejar de sostener el aserto de que el Perú no es un país, sino un deporte de aventura?

Aquí no hemos sabido jamás cuál ha de ser nuestro próximo destino, el de mañana mismo; y eso es lo entretenido, lo tragicómico, lo que nos distingue en el concierto de las naciones, a diferencia de los aburridos escandinavos, por ejemplo, que tienen la vida asegurada desde el propio momento de nacer.

Más que una república, el Perú es un zipizape, una chamuchina, una turbamulta iluminada por el ingenio de casi todas las culturas del continente americano y de allende los mares que aquí se dieron cita.

Es cierto que, ante la contundencia de los hechos, alguien podría decir, con justa razón, que los peruanos no constituimos, todavía, un país civilizado; pero eso sí, nadie podrá negar que somos un caos perfectamente organizado. Solo esto puede explicar nuestra perseverancia.

Es por ello muy sencillo colegir que, así como hay países que tienen ciudadanos, nosotros tenemos supervivientes.

Yo he tomado conciencia de que soy uno de estos privilegiados y, por ello, es que he comenzado a escribir este libro.

Hoy cumplo setenta y dos años. Qué exageración.

Nunca creí que llegaría a contarlos, porque sobrevivir setenta y dos años en el Perú equivale a vivir ochocientos años en Suiza. Esta ha sido una aventura denodada, asombrosa, lesiva, hilarante y pertinaz.

Tengo, pues, setenta y dos años, seis corbatas y ningún remordimiento, y aunque pueden hacerme falta muchas cosas, lo único que a mí me sobra es gratitud.

Agradezco a las personas que han sonreído al leer lo que yo he escrito en el último medio siglo, porque su sonrisa ha enriquecido mi vida.

Agradezco a quienes sonríen cuando digo que soy anticuado porque me gustan las mujeres, no tengo tatuajes y hasta pago mis deudas.

Debido a que agradezco tantos dones es que voy a ofrecer, seguidamente, una multitud de historias y emociones que han poblado la peripecia del país, la de mis ancestros, así como mis más personales tesituras.

Al fin y al cabo, me asisten tanto el orgullo como el candor de pertenecer a un linaje de escritores satíricos, de irreverentes ironistas, los Yerovi, una singular progenie que ha hecho, pudorosa y obstinadamente, hasta del dolor, una galante forma de admirarse ante el enigma de la vida.

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