Escribe: Luis Vega
Stanley Kubrick dijo una vez: “La falta de significado en la vida obliga al hombre a crear su propio significado. Si puede ser escrito o pensado, puede ser filmado”. Obviando el claro tinte existencialista, con el cual podemos estar o no de acuerdo, la frase alude a una filosofía de trabajo que, me atrevo a decir, comparten todos los grandes artistas del cine (ilustre grupo en el que, por cierto, no incluiría a Kubrick). La clave está en la primera, menos conocida oración de la cita: crear el propio significado.
Ningún cineasta de talla se achicaría frente a la inexorable aleatoriedad de la vida, como bien señala Stanley, ni mucho menos ante el significado artificial que ha creado un tercero, como los artistas de medios diferentes. Dicho de otra forma: no hay obra inadaptable, pero el encargado de traducirla debe agregarle una cuota generosa de su visión personal. Y otra vez, más acorde con el tema que nos compete: una buena adaptación no se rendiría tan absolutamente a su material de origen como lo ha hecho la serie de Cien años de soledad, producida por Netflix; sumisión que, sin explicarme por qué, es celebrada por el público.
Lamentablemente, aquí no hay nada que destaque, nada que valga la pena. Un fruto sin semilla. Imagino a más de un espectador confundido por el hecho de que esta sea la historia de un premio Nobel.
No es coincidencia que la mayoría de las reseñas invierta una buena cantidad de caracteres en elogiar a García Márquez, como si hiciera falta; es la misma actitud condescendiente que la serie aprovecha. Trasladar la prosa del colombiano a imagen y sonido es un imposible, pero el equipo de Netflix ni siquiera lo intenta y, en cambio, opta por la alternativa más fácil y medrosa.
La preponderancia de los pasajes del libro en boca del molesto narrador pretende esconder la cualidad corriente, poco creativa, que comparten dirección, fotografía, edición y banda sonora. Ninguna adaptación es un calco fehaciente de la obra original y, sin embargo, en mejores manos, la serie de Cien años de soledad pudo compartir algunos adjetivos que la novela merece: lírica, fluida, sobria, mágica. Lamentablemente, aquí no hay nada que destaque, nada que valga la pena. Un fruto sin semilla. Imagino a más de un espectador confundido por el hecho de que esta sea la historia de un premio Nobel.
Nos preocupamos tanto por evitar el desastre que olvidamos lo que debería ser. Para que la familia de García Márquez cediera los derechos, ignorando los deseos expresos del escritor, tuvieron que exigir garantías: sería filmada en Colombia, con actores nativos, en idioma español y en formato serie para que la trama quede íntegra. Ninguna de estas promesas aseguró un producto de calidad. Gabo lo sabía mejor; de maneras cada vez más inusitadas, el tiempo continúa revelando su profundo genio. El fracaso de Netflix pone en manifiesto una segunda soledad, no escrita sino creada, no espiritual pero sí artística, de la cual Gabriel García Márquez tampoco creía poder escapar.