Escribe: Robert Jara
Si la nostalgia es de los débiles, soy débil.
Cuando vivía en el extranjero y volvía a Perú, traía conmigo la urgente necesidad de llevarme a Perú conmigo cuando la “visita” concluyera. La visita ni empezaba y yo ya empezaba a sentir la aflicción del ineludible retorno.
Durante el mes de oro, que duraba la visita, vivía solo para rogar que la vida con la familia y los amigos discurriera intensamente, mientras el tiempo discurriera tan lento que pareciera detenerse; pero, mi ruego era vano; pues, el tiempo, tal como dicta la psicología, cuando es tocado por la felicidad, corre más rápido; de modo que el mes se contraía hasta parecer un par de días. La contracción del tiempo, por más psicológica que fuera, me resultaba imposible distinguirla de una contracción real.
Cuando estaba en Puerto Rico, la nostalgia expandía al tiempo, pero cuando estaba en Perú, sucedía todo lo contrario. ¿Pero, nostalgia estando en Perú? Parecía no tener sentido; pero sí lo tenía. Era la nostalgia prematura, la nostalgia por venir, la nostalgia futura en acción, aquella nostalgia que nacía cuando pensaba en el retorno; un pensamiento de fondo, recurrente, durante la estadía, aunque disimulable frente a mi familia y amigos; un pensamiento obsesivo, aguafiestas: la procesión corría por dentro. La nostalgia futura tomaba las riendas de la cotidianeidad e irradiaba a todo lo vivido de una luz tenue y melancólica. Pero, fue entonces que vinieron en mi auxilio, como hadas mágicas, como extensiones de mi memoria y mi corazón, la cámara fotográfica, la cámara filmadora, que para suerte había traído conmigo; mi corazón mi memoria eran insuficientes para satisfacer la necesidad imperiosa de perennizarlo y salvarlo todo: cada sonrisa, cada chiste, cada desayuno, cada abrazo, cada fiesta, cada salud, cada aroma, cada canto, cada lágrima… que el tiempo y su contracción habían sembrado en mí. Allí estaba yo, como queriendo contrarrestar la arremetida de la contracción temporal, tomando fotos y grabando escenas a diestra y siniestra, como un desenfrenado; eran los clics de un corazón temeroso, angustiado, pretendiendo atrapar el huidizo momento en un sustrato menos volátil, menos perecedero.
Pero, fue entonces que vinieron en mi auxilio, como hadas mágicas, como extensiones de mi memoria y mi corazón, la cámara fotográfica, la cámara filmadora, que para suerte había traído conmigo
Así fue como el mes de oro, el mes soñado, el mes que me insuflaba aliento y me hacía más llevadera la lejanía caribeña, se contraía irremediablemente azuzado ya por la felicidad presente, ya por la nostalgia futura. No había modo de aceptar que el mes realmente duraría un mes, tal como el reloj de la casa familiar marcaría, y no apenas un par de días, un par horas o minutos, tal como mi corazón (pre)sentía.
La primera vez que retorné a Puerto Rico, lo hice ataviado no solo de infinitos recuerdos y emociones, sino, también, de cientos de fotos y videos. Una vez instalado y cómodo en mi habitación, con la nostalgia a flor de piel, al tope, me dispuse a revisar mis cámaras para desempacar y recuperar a mi gente; pero me contuve, pues, algo dentro de mí me recomendaba no hacerlo. Pero le hice caso omiso, y ojeé algunas fotos y videos. Me asaltaron los suspiros, primero; luego, se aguaron mis ojos. Mi corazón se estrujó como el fuelle de un acordeón. El ver a mis seres queridos y ausentes a colores, riendo, bailando, vívidos, bullangueros, surtió en mí el efecto opuesto al esperado: ahondó mi nostalgia; ahondo mis ganas de querer abrazarlos y compartir momentos con ellos. Presa de un desengaño, apagué mis cámaras hasta nuevo aviso. Comprendí de un tajo que no ver lo ausente, me dolía mucho menos; y hacía, irónicamente, más llevadera mi estadía caribeña. El “Ojos que no ven, corazón que no siente”, adquirió una inusual valía en lontananza. No obstante, cada vez que volvía a Perú, con la fe restaurada en las extensiones de mi corazón y mi memoria, animado por la nostalgia futura y el consuelo de “ver lo ausente estando lejos y extrañarlo menos”, registraba como un desquiciado todo lo que sucedía a mi alrededor, ante mis ojos.
Esta necesidad es asimétrica, pues, no tengo tantas fotografías y videos de Puerto Rico, como tengo de mi terruño. ¿Y por qué extrañé tanto a mi terruño en la isla paradisiaca que me trató tan bien, me arrulló afablemente en su seno? Porque en ese momento lo que me faltaba era Perú, no Puerto Rico. Verdad de Perogrullo: se extraña lo ausente, lo que no se tiene cerca. Será por esto, ya en Perú de manera definitiva, después de nueve años ―la cuarta parte de mi vida para entonces―, me abrazó la nostalgia inversa, sentimiento que jamás había experimentado. Solo entonces, y tardíamente, advertí que me faltaba Puerto Rico, que haber vivido oyendo sus olas, coquíes y palmeras, y, de pronto, dejarlo, no sería fácil. Solo entonces me prometí, cándidamente: si algún día vuelvo a La Isla del Encanto, de visita, atraparé su alma, su gente, su idiosincrasia, con la premura de un moribundo, en cientos de fotos y videos.
La práctica de querer atraparlo todo, especialmente a través de la fotografía, se instaló en mí no como una exigencia de moda, no como una búsqueda de la aprobación ajena; sino como la necesidad de compensar la ausencia en la lejanía caribeña, azuzado por el tiempo y su contracción inevitable, azuzado por mi corazón y mi nostalgia. Esta práctica bendita, ya de vuelta al Perú para siempre, ataviado de cámara fotográfica y filmadora, aparatos que antes me habían sido esquivos, devino en el imperativo afán de disparar clics a rienda suelta a lo que siempre había amado: familia, amigos, terruño, tradiciones, costumbres…; devino, con la llegada del celular, en una práctica identitaria que lo trasciende todo.