Escribe: Robert Jara
Nací en Guadalupe, donde viví hasta los nueve años; luego viví en Semán, un poblado rural que por entonces era una cooperativa arrocera. A los 17 años me fui a Trujillo, donde estudié Física pura en la UNT. El ´98 viajé a Puerto Rico, donde realicé la maestría en Física y concluí estudios doctorales de Física Química; actualmente ejerzo la docencia universitaria en el área de ingeniería.
No obstante, mi profesión formal, me dediqué a la literatura con tal compromiso, que he publicado algunos libros de poesía, como Nostalgia de Barro y Airport, y algunos libros de narrativa, como El cazador de pavos y La palabra del nudo.
Debido a mi innata predisposición hacia las diferentes áreas del conocimiento, suelo decir que no sé si soy un físico que se entrometió en el mundo de literatura, por ejemplo, o un literato que se entrometió en el mundo de la física. Lo que sí sé es que de joven creía que era anormal abrazar ambos mundos; el sistema me había enseñado, y muy bien, que una persona no podía / debía abrazarlos a la vez. Tardé en comprender, pero lo hice, que se trataba de una falacia; que ambos mundos aparentemente disímiles eran, más bien, bellamente complementarios. Comprender que no existía contradicción en abrazar el mundo de las humanidades y el mundo de las ciencias; comprender que el mundo cognoscitivo era un solo y ancho mundo, pero que el hombre tras parcelarlo en dos partes con fines meramente pedagógicos me despojó de un carga psicológica y hasta de cierto remordimiento; y fue así que luego, ligero de dubitaciones, he podido, sin contratiempos, ejercer la docencia universitaria en el área de la ingeniería, he podido crear, sin apuro, mi breve universo literario. Y cómo no iba a aceptar mi amor por ambos mundos, aunque para muchos pareciese jalado de los pelos, si el primero me permitió observar la realidad a través de un lente emocional, subjetivo; mientras que el segundo, a través de un lente racional, objetivo.
Cuando cursaba el quinto de secundaria ocurrió un hecho significativo que agravó mi problema ―así le llamaba― de amar por igual las letras y los números. La regla aceptada, por mí también, era: si te gustan los números, odias las letras; y si te gustan las letras, odias los números; no había término medio. Ese año fui obligado a participar en dos concursos intercolegios a nivel provincial, uno de composición literaria y otro de física elemental; y digo obligado porque desde entonces ya era reacio a este tipo de actividades; pues, creía que la única competencia sana era la que se libraba con uno mismo. Cuando descubrí que mi resistencia no hacía mella en los profesores, acepté mi designio a regañadientes, y me eché ánimos pensando en lo siguiente: si te esfuerzas, estos concursos podrían ser tu oportunidad para de una vez por todas decidas con cuál de los mundos que habitabas te quedarías. Sí, y así lo creí hasta que sucedió lo imprevisible, la desgracia: gané el primer puesto en los dos concursos.
Sucedía, en realidad, que la literatura le daba sentido a mi existencia; sin ella, concebirme era imposible, me difuminaba, me extinguía; era el poyo amable que ahuyentaba el lujo de quebrarme.
Este dilema juvenil, casi existencial, se ensañó conmigo en la ventanilla de admisión de la UNT, al momento de decidir, a pesar de mí, qué carrera estudiar. Mi humanidad se debatió entre la física, la matemática, la antropología, la literatura… pero ganó la física, aquel largo día, pero por razones no fundamentales sino estratégicas. Pensé en ese momento: estudiar física de manera autodidacta será mucho más difícil. Y así fue como dimané en la facultad de ciencias estudiando física como loco, mientras en la facultad de humanidades buscaba recitales, charlas, presentaciones de libros, exposiciones… algo que también, en complicidad con un par de amigos de ciencias, busqué en el centro de Trujillo. Los amigos que advertían este comportamiento “anormal” me preguntaban si acaso yo estudiaba literatura, arte o algo por el estilo. Sucedía, en realidad, que la literatura le daba sentido a mi existencia; sin ella, concebirme era imposible, me difuminaba, me extinguía; era el poyo amable que ahuyentaba el lujo de quebrarme. La literatura era ese otro corazón necesario para hacer la vida más llevadera.
Mi amor por los números ―las ciencias― se entrelaza con mi amor por las letras ―la literatura― inextricablemente, desde siempre. Fui muy preguntón, según mi madre me cuenta, me fascinaba el porqué de las cosas, la explicación lógica y racional de los fenómenos de la naturaleza: “Ay, hijito, yo no sabía ni qué contestarte”. Esta curiosidad fue tan seria que me llevó hasta las aulas de la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas de la UNT, donde me gradué como físico matemático; ah, pero no se detuvo allí, me llevó hasta las aulas de la Universidad de Puerto Rico, allá en el Caribe, donde concluí la maestría y los estudios doctorales; ah, pero no se detuvo allí, me llevó de regreso a las aulas universitarias, pero esta vez para gozar del privilegio de forjar investigadores, ingenieros.
Mi amor por las letras ―las humanidades― echó recias raíces en el campo, en Semán, Lunar de Arrozales, a donde fui a vivir cuando tenía nueve años. Y qué duda cabe, fue lo mejor que pudo pasarme: me conectó para siempre con la naturaleza, y me enseñó a apreciar las cosas cotidianas y sencillas de la vida (un pan con soledad, un arroz con huevo; el trino de un pájaro, el aroma de la tierra rajada; el rumor del río, la lluvia y el viento; el ladrido de un perro chusco, el croar de un sapo, el guiño del sol y la luna…) El costo por pagar, debido a que mi mamá era ama de casa y mi padre campesino, ambos con un grado de instrucción incipiente, fue la escasez cotidiana de libros en casa. Pero, como si de un milagro se tratase, logré escapar de la gravedad de la coyuntura, del determinismo sociocultural, y me enamoré perdidamente de los libros; romance que empezó, quizá, con el libro blanco que un día incierto, cuando niño aún, llegó a mí en la canasta de mamá, junto a los limones, las cebollas, el pescado… Este amor fue abonado por la sonrisa de mi progenitora, quien intuitivamente argüía que los libros eran algo bueno. Ah, y por aquel anónimo campesino que me dijo, cuando me vio leyendo mientras pastaba mis borregos: ¡Carajo, ojalá así leyeran mis hijos! Y mi amor se hizo tal, que años después, luego de recorrer y disfrutar los mundos creados por otros, me nació la necesidad vital de crear el mío; mundo que aún sigo plasmando de a pocos, sin apuro, mientras me agencio de las herramientas escriturales mínimas y necesarias.
Actualmente nado a mis anchas y sin preocupaciones en dos mundos aparentemente disímiles, despojado del falso y común privilegio, que otorga una sociedad maniquea, de excusarme de no saber ―odiar― literatura porque soy físico, o de no saber ―odiar― física porque soy literato. ¡Qué pedante exabrupto en aras del entendimiento! En realidad, nado a mis anchas en un tercer mundo complementario, aunque aparentemente menos disímil, la música, del que hablaré a mis anchas y con calma más adelante.





