sábado, julio 6, 2024
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Así escribía Eloy Jáuregui, el cronista inmortal

El entrañable periodista y escritor peruano partió el último domingo 7, poco antes de cumplir 70 años. A continuación publicamos una crónica magistral de su autoría, titulada 'Vista del anochecer en Surquillo', dedicada a su padre.

Escribe: Eloy Jáuregui

Para Néstor, mi padre allá en el cielo.

 1.

Al mozo de noche lo llamábamos Lando Buzanca. Y aunque lucía una primorosa fibra a mariposa, tenía un gancho mortal al hígado y cantaba como Raphael con tacos. En el bar Tobara de la esquina de Angamos con República de Panamá, apenas anochecía, lo invadían una fauna feroz y babélica de impíos sedientos. El lumpenaje rancio, presidarios de vacaciones, rameras redimidas, homosexuales en ejercicio, profesores de ciencias cuánticas, vecinos boquiabiertos, poetas desahuciados por las musas y alcohólicos abandonados por la fe. Lando Buzanca nos conocía a todos y para cada cual tenía un lenguaje.

El Tobara era el antro de las transfiguraciones. El rito vicario de los desalmados. La costra de templarios del barrio con prosapia y sin ley. Ahí aprendí filosofía, dados, timba y la poesía cruel, de no pensar más en mí, parafraseando a E. S. Discépolo. Los Tojara —que ese era el apellido original de los dueños de origen okinawuense—, tuvieron en el viejo Jiro al líder y factótum de esa isla generosamente proterva en medio de las brumas de una bohemia con la alcurnia del pobre. Alguien equivocó el apellido al hacer el rótulo sobre la gran puerta del bar-restaurante de la esquina y así quedó enclavado en el imaginario del ejido, la huasamandrapa imaginativa y en ese océano lujurioso del distrito popular. Los acólitos que llegamos de púberes, sabíamos del encanto de sus 16 mesas y su gran barra alucinada con trasfondo de licores de baja estofa y uno que otro trago decente.

En el mostrador, de fuentes humeantes de la cocina criolla y nikkei, de saltados y calamares, de tallarines y cau cau, de mondonguitos y escabeches, dejé las huellas de mis codos y mi cabeceo enamorado de la noche, los amores perdidos por flojo corazón y los amigos de venas trenzada y la conversa del verso cómplice que hacían del bar, la institución psicoanalítica antes de Freud. Cierto, el Tobara se fue convirtiendo en capilla y catequesis, en aula alternativa y universidad de la propia vida. Aquel fue su atractivo y su pudor. Su exclusivo clientelaje sabía bien que ahí se iba a encontrar a sus congéneres, a esos seres que vivían preocupados por el origen de las cosas, por la explicación de los fenómenos sistémicos y por el fondo y la forma estética con qué explicar que la vida existe de otra manera y no como dice Baldor.

Así, se tejían los diálogos profusos y cotidianos, triviales o trascendentes, triunfales o dramáticos, amargos o hedonistas. Y en cualquier momento hacía su ingreso un choro plantado como un gran maestro o un irreverente poeta chavetero, o un profundo filósofo nihilista o un cultivado periodista sin trabajo, o un anecdótico pintor de brocha gorda o un fulgurante caficho, todos, absolutamente todos reunidos en ese bar surquillano que el tiempo convirtiera en aula magna o antro solemne. En medio de ese cambalache nocturno, la familia Tojara, luego de don Jiro, con doña Mechita o Julito y sus hermanos mayores, protagonizaron una función normativa y pedagógica. Se los respetaba como ellos respetaban el resplandor de las ideas que en esas mesas del Tobara adquiría categoría de fe teológica.

Las cervezas nunca faltaban entre las frases de los parroquianos, así escasee la plata o la lógica de las buenas costumbres. Pasada la medianoche, casi siempre la asamblea se amotinaba. No obstante, yo jamás participé en bronca alguna, Nunca vi un chavetazo, mucho menos un botellazo. Todo era ternura, todo corazón. Luego, al Tobara llevé a mis hermanos más de sangre que sangrientos. A los tíos que se morían en mis brazos, a mis primos que habitaban en el rinconcito de los cariños, a mis enamoradas nocturnas y hasta a mis hijos luego de salir del Nido para que por las mañanas se comiesen decenas de gelatinas, pasteles o cebiches, que existía en la función matinal.

Por la tarde conversaba con los jubilados y en el ocaso me asfixiaba de miedo escénico porque en ese ojal de la vida que se vuelve noche, ensayaba con los mayores porque yo cantaba boleros desafinando como loco con el perdón de la casa pero casi siempre haciendo foco en el corazón de ella, la Margot, mi amor que se casó con un Guardia Civil. Así fui condecorado una noche de esas como “Huésped ilustre” y ahora que observo el viejo edificio donde un domingo vimos pasar al autentico Señor de los Milagros, se me sobreexcita el corazón.

Ahora que el Tobara ya no existe más y se ha convertido en una farmacia, ingreso a pedir un hepatoprotector en la misma barra donde hace un tiempo exigía un navajazo de ron. Mi hígado antes que mi corazón es testigo de mi amor. Por eso recuerdo esta esquina como el iceberg de mis cariños más profundamente entrañables y, mientras escribo estas líneas, unas lágrimas humedecen el mantel de la Mesa 7 que me obsequiaron como bandera y ahí todavía está escrito el poema de mi adolescencia tatuado al mayor de mis cariños.

2.

A César Paulino López lo conocí por su esposa. Una dama surquillana que lo había obligado a adecentar la pocilga-bar con rockola entre los jirones Dante con Carmen y que antes López y unos manilargos musicales habían bautizado como “Puerto Rico Chico”. Así, fue mi catecismo rumbero en Surquillo. Bar con rockola, con discos clásicos de la Sonora Matancera, con pinturas de Héctor Lovoe y Daniel Santos en sus paredes y con florero de ruda para espantar las tragedias y rozar el mismo cielo junto al infernal sonido de mi latir rumbero.

Al César llegaban los varones más fieros de la comarca. Cada cual cargando sus penas y sus condenas, sus dulces odios y sus amores cortados. Las cicatrices se embellecían apenas se acercaban a la máquina de la música. No he visto seres humanos más salvajes que esos que escuchaban los boleros de Orlando Contreras con los ojos encendidos en cóleras, ni las rumbas de Celio Gonzáles con la ira sonora de sus explosivos gestos del cadalso perpetuo. Donde César aprendí que aparte de Dios, la música le brindaba a uno las vías para llegar al cielo de tambores. Por ello, como en liturgia fundamentalista, casi siempre llegaba a las 12 del día.

César sabía que venía de la universidad. Me servía una cerveza y ponía en su máquina el E-15, era el disco de Héctor Lavoe, “Ausencia”, para olvidarme de esa perdida. La Margot, mujer que me amaba a mí y a cinco igual que yo. Entonces yo podía arriesgarme a preguntarle por qué de ese estilo esquinero de bar para la canalla del “barrunto”. Él argumentaba que era también por esa mezcla de respeto al barrio y a la mujer como elemento combustible divinamente adivinado en un diván.

Yo me iba antes que caiga la noche. Luego, la esquina era el mismo infierno con la gente más prestigiosa del hampa nativa y proactiva. César Paulino López entonces, de amable tendero de barra se convertía en un feroz mariscal de campo. Cierta vez llegué nocturneando. César tenía otra voz y maneja un revólver para tener en raya a los guapos que gracias a la música de Eddie Palmieri y Ray Barretto se había convertido más que en alcohólicos, en sus acólitos. Él escogía los temas, ellos la cerveza y el cachito: “Callao cinco rayas en una volteando un dado”. Vaya maña. César me miró. Dijo que me vaya. Me regaló una sonrisa matinal y por eso estoy vivo. Luego me contaron que se suicidó. No lo creí aunque siempre supe que siempre dormía con la muerte y que sólo con la música había evitado ser hace tiempo un cadáver guarachero. Por esto y aquello lo extraño. A pesar de sus tres muertes distintas. Pero ese es un secreto que me lo contará allá en el cielo.

3.

Toto Terry tomaba desayuno. Su viejo e inmenso automóvil Studbacker se posaba a la 9 de la mañana todos los días. Toto Terry bajaba confiado como frente al arquero de Brasil, se acercaba al mostrador y pedía lo de siempre. En donde Don Julio, en la esquina de Huáscar y Leoncio Prado, “lo de siempre”, era un desayuno en base a un caporal de pisco acholado y una cajetilla de cigarros negros. El gringo entonces agarraba un tono colorado después del primer “Socotroco” y comenzaba a mirar en colores lo que el resto miraba en blanco y negro. Don Julio Tamashiro, como otros japoneses de Surquillo, era un viejo capitán de ultramares que había convertido su esquina en un enclave de la devoción.

Era bodega al principio pero él la embelleció con su trastienda. La trastienda es un viejo recurso limeño que en surquillano significaba tomar un trago para confesarse. Tres mesas y una barra caleta. Ahí descubrí el “Socotroco” con el coñac Tres Estrellas, famoso por sus efectos del delirio absoluto, sobre todo cuando lo mezclaba con Pasteurina y el jugo de una naranja. Don Julio preparaba también un trago llamado “Torito” que lo hacía a uno embestir a cualquier cosa que se moviese y otro, más jodido, bautizado como “Tarántula”. Uno bebía de ese brebaje y literalmente se trepaba por las paredes.

Pero Don Julio con toda la familia era experto en pescados. De su impronta le salió un caldo de pescado llamado en otros pagos como “Chilcano” y que parecía cola de carpintero, que se servía en jarros de losa y con decorado de florería marina. También preparaba un cebiche que lo alistaba en la barra de la derecha y delante de los comensales que babeábamos mientras cortaba los limones, las cebollas y lo servía jugoso en platos cuadrados que nos ponía los ojos redondos como el universo de los sabores más rijosos del firmamento. Una mañana, mientras me observaba con ese tic que tienen los guapos de dedo meñique frente a una cerveza se derrumbó de tanta vida. Hoy que mora en el cielo de las bodegas, le agradezco su atención. Yo era apenas un adolescente y fui amansado por su sazón y los zumos aristotélicos que su química tiene en reparar cuerpos, sobre todo, los del delito.

Concolón. Nombro al final de este libro a tres esquinas entrañables para los habitantes de Surquillo. Me olvido de otras, no por no quererlas, sino porque ese trío me hizo ser como soy. Un amante del respeto y un jijuna del cariño. Diré así que uno sólo es uno cuando abre la puerta del bar, se mira con sus congéneres, menta la madre al destino y se mete entre pecho y espalda aquel elíxir que a unos los manda al infierno y a otros, como a este cronista, nos obliga a decir que los extraño mucho. Yo no era así, el mar y el bar me cambió. Y para bien.

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