Escribe: Víctor López Gonzales
Hasta hace unos años, la Constitución de la República de El Salvador prohibía la reelección presidencial inmediata. Desde el ascenso al poder de Nayib Bukele en junio de 2019, se han venido ejecutando diversas maniobras para invalidar este impedimento. El más reciente movimiento fue lograr la reelección indefinida mediante reformas constitucionales, cortesía de la Asamblea Legislativa con mayoría oficialista.
Gracias a ello, el gobierno de Bukele va culminando su transición de débil democracia a una dictadura moderna.
¿Qué es un dictador moderno?
Diversos análisis jurídico-políticos coinciden en que el dictador del siglo XXI ya no suele vestir uniforme militar ni pretende orquestar golpes de Estado; tampoco enuncia discursos extremos y belicosos. Los autócratas ya no se presentan como tales. En cambio, los dictadores modernos primero se muestran como sujetos dialogantes, crean o se afilian a partidos políticos, participan de elecciones y sus pronunciamientos buscan encantar a las masas.
Sin embargo, cuando estos individuos se convierten en mandatarios, despliegan actos incongruentes con el sistema democrático. Progresivamente, concretan procedimientos que les permite concentrar el poder e infectar los órganos estatales con sus partidarios, lo cual anula el equilibrio y la fiscalización ulterior de las instituciones.
El dictador moderno también se caracteriza por utilizar al ‘pueblo’ como causa y sustento de sus medidas más avasallantes. Si cierra el parlamento, es porque el pueblo así lo desea. Si manipula la economía, reforma profundamente el ordenamiento jurídico, vulnera derechos fundamentales o modifica las normas electorales para enraizarse en el cargo, es para satisfacer las demandas ciudadanas.
El autoritarismo contemporáneo se disfraza de democracia, usa sus instituciones, acepta su juego jurídico, emplea sus principios y bases para justificar su praxis; en los hechos, no deja de ser una dictadura. ¿Quiénes ostentan las credenciales del dictador moderno? Vladimir Putin en Rusia, Nicolás Maduro en Venezuela, Daniel Ortega en Nicaragua y, cómo no, Nayib Bukele en El Salvador.
Tales cuestionamientos no son simple malicia, pues, desde hace varios años, Nayib Bukele y su familia están siendo investigados por impulsar leyes que les facilitan incrementar su patrimonio personal de manera desmesurada.
Bukele ¿por siempre?
La posibilidad de que Bukele sea un presidente vitalicio para El Salvador es de enorme agrado para un amplio sector del pueblo, pues su agresiva lucha contra las pandillas no se puede borrar de la consciencia colectiva.
Empero, si algún día Nayib Bukele lograra reducir la criminalidad a su mínima expresión, ¿dará un paso al costado y convocará a elecciones transparentes que garanticen un legítimo y pacífico relevo del poder? ¿O es que el precio a pagar de los ciudadanos será reelegirlo ‘hasta el fin de los tiempos’? Y cabría interrogarse: ¿Las ansias de Bukele por aferrarse al cargo presidencial solo se fundamentan en convertir a El Salvador en una tierra segura, de economía próspera y a la vanguardia de la tecnología? ¿O, quizás, hay ganancias, beneficios, intereses particulares, que el controversial mandatario quiere seguir obteniendo a escondidas del pueblo?
Tales cuestionamientos no son simple malicia, pues, desde hace varios años, Nayib Bukele y su familia están siendo investigados por impulsar leyes que les facilitan incrementar su patrimonio personal de manera desmesurada; asimismo, abundan los testimonios e informes que revelan pactos del presidente con ciertos líderes de la mafia.
Estas y otras indagaciones suelen darse a nivel internacional, ya que los opositores del oficialismo, por lo general, son acallados dentro del territorio salvadoreño. Tómese como ejemplo el caso de la abogada Ruth López, quien ha sido encerrada en una prisión de máxima seguridad sin que quede claro cuál es el delito que se le atribuye. ¿Su verdadero pecado? Denunciar los supuestos actos de corrupción del autodenominado «dictador más cool del mundo».





