martes, abril 15, 2025
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El parricidio múltiple: Así fue la prehistoria literaria de Mario Vargas Llosa

Mario Vargas Llosas siempre fue un francotirador de ideas provocadoras en la política y en la literatura. En este artículo se revela una etapa de su vida, previa a su viaje a Europa, que marcó los comienzos literarios de quien llegaría a ser un gigante de las formas narrativas, Antes, con solo 21 años, cometió un parricidio múltiple: negar y rechazar a los escritores peruanos canónicos de la generación del cincuenta. Así, Chocano, Melgar y hasta Gonzáles Prada fueron "víctimas" de sus fuertes críticas.

La novela La ciudad y los perros irrumpió en el panorama literario nacional con una potente impronta modernizadora que hizo pensar en un primer momento que se trataba de una producción advenediza, sin raíces en nuestra tradición literaria. Esta se reveló más adelante como una falsa impresión. Mario Vargas Llosa aprendió muchas cosas leyendo, analizando y haciendo un balance de las letras nacionales antes de su estancia en Europa, donde comenzó a escribir su primera novela, la que dio partida de nacimiento al boom de la literatura latinoamericana en la década de los sesenta.

Cuando tenía veintiún años -el año 1957- Mario Vargas Llosa aún no había publicado obra literaria en letras de molde y vivía urgido por obligaciones alimentarias. Empezó a colaborar en la sección cultural de El Comercio con una serie de entrevistas a los escritores peruanos vivos más importantes. Durante este careo con lo más graneado de la literatura nacional pudo darse cuenta de las carencias del establecimiento literario, la inopia conceptual sobre la literatura contemporánea y corroborar la importancia de las técnicas literarias en la gestación y elaboración de una obra literaria de valor universal. A lo largo de este ejercicio de crítico literario, Vargas Llosa no dejó títere sin cabeza, haciendo una especie de parricidio simbólico, un ajuste de cuentas con la tradición al cabo del cual empezó a esbozar las singularidades de su oficio literario.  

En la literatura peruana de esos años, las obras literarias que gozaban de preferencia entre los puñados de lectores y críticos eran las que presentaban una temática cargada de denuncia social y política o una realidad que la literatura -antes que el periodismo, la sociología o la historia- ponía sobre el tapete por vez primera. Sangama, la novela de Arturo Hernández, militar de carrera y escritor por accidente, había merecido la atención de la crítica extranjera por presentar la inédita y desmesurada realidad de la selva. Escrita casi por azar, en realidad Hernández había intentado escribir un artículo para la Sociedad Geográfica sobre un viaje de exploración por la selva, pero al calor de la escritura la mayoría de párrafos se fueron cargando de intensidad dramática. Once años después de fatigosa labor, Hernández la publicó como una obra de ficción.

Sólo Ciro Alegría y Julio Ramón Ribeyro no pudieron ser entrevistados por el joven periodista Vargas Llosa. Ambos se encontraban fuera del país viviendo alguna forma del destierro o en el exilio voluntario. Probablemente mientras realizaba estas entrevistas fue cobrando más fuerza y convicción en Vargas Llosa la idea de viajar a Europa para hacerse escritor. Todos los narradores, cuentistas y poetas entrevistados dieron testimonio de la precariedad vocacional, del estatus incierto y las amenazas materiales que se cernían sobre la vocación y el ejercicio literario en el Perú. Casi todos ellos vivían de quehaceres extraños a la literatura: el periodismo, la docencia, los negocios, entre otros oficios alimentistas. Todos habían aceptado con resignación que la literatura era un hobby, una actividad marginal, un premio consuelo que ejercían los días domingos y feriados, o durante los resquicios de tiempo que les dejaba la dura lucha por la supervivencia. 

Ninguno era un escritor a tiempo completo.



Quizá esta situación explicaba el subdesarrollo literario que adolecían nuestras letras. Lo que más sorprendió al adolescente periodista fue la crasa ignorancia sobre la literatura contemporánea y el desprecio olímpico por las formas, el estilo y las estructuras narrativas. Incluso el escritor más promisorio de estos años, José María Arguedas, que había publicado Yawar Fiesta y Diamantes y Pedernales, libros cargados de una bella prosa lírica y de un tratamiento temático que representaba un salto cualitativo y la madurez del indigenismo literario, lo sorprendió por los vacíos de su formación literaria:

“Me sorprendió lo tímido y modesto que era, lo mucho que desconocía la literatura moderna, y sus temores y vacilaciones”.

También le llamó la atención el concepto despectivo que tenía Arguedas respecto a la forma en la plasmación de un proyecto literario. “El autor no debe dar su obra como espectáculo”, opinaba Arguedas considerando a la forma literaria como innecesarios fuegos de artificio que desvalorizaban o restaban autenticidad a la obra literaria. 

Pero el que le causó estupor a Mario Vargas Llosa en esos años fue el anciano escritor Enrique López Albújar. Su vida carecía de aliento literario, escribía sus cuentos y novelas casi al desgaire. “No me sujeto a ninguna técnica -declaró-. Me siento y escribo. Eso es todo”. También confesaba sin empacho que no le gustaban la poesía de Neruda y Vallejo porque lo dejaban frío.

En medio de este panorama poco alentador se erigía como una excepción la figura de Sebastián Salazar Bondy, quien sí estaba al tanto de la literatura moderna, sobre la que hablaba con una desenvoltura y una agudeza que infundían respeto. El otro era Carlos Eduardo Zavaleta, escritor ancashino que ya por entonces leía a William Faulkner con pasión y meticulosidad científica, y con lápiz y papel trataba de adaptar sus enrevesadas técnicas a su propio trabajo literario. 

Oscilando entre el indigenismo y el realismo social, la narrativa peruana carecía de una visión cosmopolita, tenía un lastre que no le permitía alcanzar la universalidad. “Hemos explotado hasta ahora temas de muestrario turístico, obcecados por arrestos regionales, sin comprender que en el fondo, solo evidenciaban una aridez espiritual deplorable y una carencia absoluta de valores literarios”.

Los juicios del adolescente Vargas Llosa eran así de fulminantes y muy pronto causaron escozor y reavivaron la alicaída vida cultural con una furibunda polémica que giró en torno a una reseña que el autor de La ciudad y los perros escribió sobre una antología de la poesía hispanoamericana publicada en francés por la hispanista Mathilde Pomès.

En Europa, Vargas Llosa, junto a figuras como Gabriel García Márquez, se convirtió en uno de los titanes mundiales de la literatura. Antes de ello, sin embargo, cometió una suerte de «parricidio» con los escritores que lo precedieron en el Perú.

No sorprende que Vargas Llosa, como buen lector de poesía, encendiera la chispa de una polémica con sus opiniones literarias vertidas sobre la obra poética de diversos autores peruanos. Poco antes, en otras reseñas publicadas en el mismo diario El Comercio, había sometido a la narrativa peruana a un juicio sumario que concluyó con un veredicto desolador: “Acercarse a la novelística peruana es encarar un conjunto de obras nacidas casi exóticamente, desconexas, a veces por grandes lapsos temporales, y, siempre, diametralmente distantes en cuanto a propósitos, técnica o motivos se refiere”.

En esa reseña Vargas Llosa dirigió frases durísimas contra los escritores peruanos de diversa filiación: telúricos, indigenistas, regionalistas y costumbristas. El más zarandeado por la opinión crítica de Vargas Llosa fue, sin duda, el modernista José Santos Chocano. La feroz crítica abarca desde obras y autores de la literatura colonial hecha en el Perú. La Epístola a Belardo, de Amarilis, es calificada como “un vasto poema ripioso, verdadero monumento lírico al galimatías”. La obra poética de Mariano Melgar es “liviana y vacilante”. El soneto “Ilusiones” de Carlos Augusto Salaverry adolece de un “carácter excesivamente musical, una majadería rítmica de vals criollo”. A Manuel Gonzáles Prada le niega originalidad tanto en su poesía como en su pensamiento: “Vive sobre todo porque supo vociferar cuando era necesario, porque fue un intelectual que escribió y actuó con responsabilidad”.

A Chocano lo ataca sin ninguna pizca de benevolencia, calificando a su poesía como “un ejemplo diáfano de lo que no debiera ser jamás la poesía, es decir, falsedad, simple ejercicio de retórica destemplada y fácil, apta para ser recitada en las festividades que prescribe el calendario”. Solo José María Eguren –“cuya poesía no necesita ser expurgada para sobrevivir”– y César Vallejo, autor de “una poesía difícil, con un tono tan extrañamente personal y dramático”, se salvan de los demoledores ataques con que este joven autor, aún inédito y en la búsqueda de la definición de un estilo propio, juzga a la tradición literaria en medio de la cual insurge.

Es sintomático que sea la poesía el objeto casi exclusivo de su labor crítica en El Comercio. La narrativa no había alcanzado el desarrollo y la profusión necesarios. La obra de Ciro Alegría, a quien calificaría años más tarde como un novelista primitivo, formaba parte del ciclo de la novela de la tierra y sus novelas registraban aún el lastre del regionalismo, el folclorismo y apego telúrico que el adolescente Vargas Llosa combatía con furor. Recién por estos años Arguedas publicó su obra maestra Los ríos profundos (1958) en la que remoza el indigenismo dotándolo del resplandor del mito y un poderoso lenguaje poético que lo hace trascender del chato realismo de la literatura indigenista tradicional. 

Las muestras más creativas de originalidad literaria se producían por estos años en el ámbito de la poesía, donde los autores se habían enfrascado en un debate que los dividió entre los llamados poetas puros y los poetas comprometidos. Estos últimos habían impuesto numéricamente su actitud y su concepción de la poesía hasta el extremo de que casi se podría afirmar que el único requisito indispensable para ser considerado poeta era tener una profesión de fe revolucionaria y hacer de su obra un testimonio social.

El más emblemático caso de estos poetas lo constituye la obra y peripecia vital de Alejandro Romualdo, a quien Vargas Llosa había entrevistado el año 1957. Un año antes de la publicación de Edición Extraordinaria, poemario que marca un giro radical en la actitud y el estilo literario de su autor. Romualdo, en efecto, transitó de una poesía lujosa y musical, en la que primaban los efectos poéticos, a una poesía despojada de elementos literarios, que recurría a los recursos y técnica de la publicidad. Debido a la versatilidad y talento literarios, Romualdo dio un giro radical desde La Torre de los alucinados en 1949, libro escrito por un autor preocupado por la forma literaria, a Edición extraordinaria, poemario cargado de los estereotipos y consignas de la poesía social, en el que no vacila en eliminar y reemplazar los procedimientos consustanciales a la poesía. Esta transmutación sustancial de la poesía no es resultado de incapacidad, inconciencia o sentimentalismo. Romualdo se encaminó a ella “lúcidamente, como ciertos mártires cristianos a la hoguera: se trata de un sacrificio voluntario”.

El caso Romualdo fue aleccionador para el joven Vargas Llosa, pues lo curó en salud respecto de la concepción simplista y maniquea que opone el ejercicio literario al compromiso con la sociedad y el tiempo histórico que, quiéralo o no, marcan el desarrollo de una trayectoria artística. Por eso en su primera novela no sucumbe al realismo social, pese a que cuando escribió La ciudad y los perros estaba bajo la influencia de Jean Paul Sastre y la teoría del compromiso que este propagó por el mundo.

La polémica que sirvió de parteaguas de la literatura peruana en la década del cincuenta inmunizó a nuestro escritor de caer en los extremos. En la concepción de la literatura y de las formas y técnicas, Vargas Llosa ha mostrado un equilibrio, una sindéresis y ponderación de los que no hace gala, por ejemplo, en sus posturas políticas. Ni el retoricismo puro, que incurre en la irrealidad por haber desatado sus amarras de la problemática humana, ni la propaganda estentórea que asorda y casi siempre desemboca en la impostación y el pastiche.



Un ejemplo del primero caso lo encarna José Santos Chocano, autor al que el joven Vargas Llosa fustiga debido a su formalismo inerte que no logra transmitir los problemas individuales o colectivos permanentes, ni ponernos en contacto inmediato con aspectos inusitados de la realidad, ni descubrirnos zonas imprevistas de la sensibilidad y la emoción, al transmitirnos el misterio, la alegría o el dolor de las cosas y los hombres. Buena parte de la poesía de Chocano está compuesta de “chucherías de inanidad sonora”, como afirmaba Sartre de los poetas puros, que no hundía sus raíces en la humedad íntima del ser, como exigía de la buena poesía Dámaso Alonso, un verdadero rabdomante cuando ejercía la crítica literaria.

También censuraba el conformismo que irradiaba su poesía, en la que con frecuencia se vuelve hacia el pasado en busca de escenarios suntuosos y personajes heroicos y cuando se mira el presente, se detiene en lo geográfico, los ríos, las montañas, los lagos, a los que reproduce fotográficamente, es decir, sin emoción.  

La literatura no consistía, por supuesto, en esos simples ejercicios de retórica destemplada y fácil. Tampoco la literatura realista social constituía una alternativa seria de la verdadera literatura. ¿Quiénes eran los escritores que encarnaban una opción que estuviera ubicada en el justo medio entre los dos extremos perniciosos? Por esa época de aprendizaje dos poetas acapararon su atención crítica, su entusiasmo y admiración: César Moro y Carlos Germán Belli. Ambos lo entusiasmaron por razones similares: rebeldes con causa, escritores auténticos, originales y que supieron encontrar su voz propia en medio de las trampas y adversidades de las circunstancias nacionales. La poesía de Moro le parecía que superaba esa falaz dicotomía entre poesía pura y poesía comprometida. 

Moro era un poeta puro porque jamás comercializó el arte, ni falsificó sus sentimientos, ni posó de profeta revolucionario sacrificando los valores propiamente literarios. Fue un poeta puro sin caer en esa suerte de fuego de artificio, el aislamiento y el desapego con la realidad del hombre y de la vida, que “impregna a cierta poesía de gabinete con un penetrante olor a onanismo y sarcófago”. Pero también se trata de un poeta comprometido con una fe y una emoción a las que nunca traicionó, a diferencia de aquellos poetas que se llaman comprometidos porque repiten una retórica ajena y exploran ciertos tópicos que solo los preocupa de la piel para afuera.

Moro era un escritor que, a pesar de militar en la estética del surrealismo, no escribía apegado a sus fórmulas “tradicionales” o “clásicas”. Al comentar “Carta de amor” en una reseña publicada en febrero de 1958 en la revista Literatura, publicación que editaba junto a Luis Loayza y Abelardo Oquendo, Vargas Llosa diseccionó este poemario y logró desentrañar el alma rebelde de esta obra: no era un texto absolutamente onírico ni automático. No hacía gala de libertinaje y revelaba que había sido planeado, meditado y que formaba un todo orgánico de elementos lógicos, concientes, e irracionales y espontáneos. Y el surrealismo, como se sabe, solo otorga valor a estos últimos ingredientes en la labor poética.

Carlos Germán Belli, por su parte, era un autor que había emprendido un camino insular en el archipiélago literario nacional con una voz poética muy expresiva, que alcanza su originalidad mediante la fusión de una temática que hace patente la degradación humana en la sociedad contemporánea y la expresión de esta temática mediante extintos códigos literarios e hiperliterarios. Belli, un tímido poeta que trabajaba de amanuense en el Congreso de la República, había comprendido que la única obligación de un escritor es escribir bien y manejar con destreza los recursos literarios. A un escritor -lo sabía muy bien el autor de Bolo alimenticio, cuyos efectos expresivos los obtenía de utilizar el lenguaje cultista del siglo XVII para revelar el drama del hombre actual- se le debía juzgar no solamente por la trascendencia o significado de los temas, sino también y a la vez, por la originalidad de sus medios expresivos, por su mayor o menor habilidad para tratar aquellos artísticamente. A través de este contraste voluntariamente obtenido entre la forma y el fondo, Belli había compuesto una obra poética que revelaba una visión “grotesca y genial”

Años más tarde, Mario Vargas Llosa utilizaría como epígrafe, en el Epílogo de La ciudad y los perros unos versos de Belli: “…en cada linaje / el deterioro ejerce su dominio.” La influencia de Belli no se quedaría solo en este hecho cuasi anecdótico, La ciudad y los perros apela a esa misma técnica de amalgamiento, pero a la inversa: utiliza medios expresivos de vanguardia para dar cuenta de episodios que se suceden con el vértigo de una novela de aventuras.

«La ciudad y los perros» fue la primera novela de Mario Vargas Llosa y significó el inicio del llamado boom latinoamericano.

El primero de los críticos de esta novela, José María Valverde, miembro del jurado que le otorgó a esta obra el Premio Biblioteca Breve, afirmó que Vargas Llosa era un escritor “capaz de incorporar todas las experiencias de la novela de ‘vanguardia’ a un sentido ‘clásico’ del relato: ‘clásico’, en los dos puntos básicos de novelar: contar una experiencia profunda que nos emocione al vivirla imaginativamente; y que hay que contarla con arte, incluso con habilidad para arrastrar encandilado al lector hasta el desenlace”

José Miguel Oviedo corrobora y amplia este juicio, aseverando que “La potencia seductora del relato deriva de esa doble cualidad de la que habla Valverde; es decir, la fusión de una historia interesante por sí misma de acuerdo con una escala de valores tradicionales (es posible reconocer en ella las divisiones preceptivas de ‘presentación’, ‘nudo’ y ‘desenlace’), y de una suma de recursos técnico-formales (discontinuidad, heterogeneidad, irracionalidad, multiplicidad) que pertenecen inequívocamente al arte contemporáneo de la novela”.

En el aprendizaje literario de Vargas Llosa jugó, pues, un rol importante la lectura de estos poetas que ejercieron una influencia que se puede rastrear en su obra y la de otros autores que, en sentido inverso, por negación y rechazo, lo alertaron respecto a situaciones que debía sortear y rehuir. 

Una de las cosas que intuyó en ese proceso sumario al que sometió a la literatura nacional es que, en medio de este desolador panorama, en el que pululaban tránsfugas y toda suerte de personajes folclóricos, la única salida era dedicarse de lleno a la literatura, sacarla del ostracismo y darle carta de ciudadanía. En 1959, en el artículo «Chocano y la aventura» que escribió desde España, Vargas Llosa reiteró sus furibundas críticas contra este autor, pero ya no se quedaba solo en el rechazo y la visión negativa. Reconoció que Chocano abrió un camino a la poesía en América, antes que él los poetas americanos ignoraban sistemáticamente el medio en que vivían y escribían con un vocabulario, una técnica y hasta una emoción importadas. Incluso Bello y Olmedo, que sintieron la necesidad de una poesía propia del Nuevo Continente, lograron crearla. Lamentablemente Chocano se quedó en el puro descriptivismo, en la decoración y no llegó a calar hondo en la desmesurada y torrencial naturaleza americana.

Pero la más importante herencia de Chocano era haber logrado, a costa de una vida llena de peripecias y de gestos estrafalarios como el de su coronación como el Poeta de América, atraer la atención del público. Así termina describiendo Vargas Llosa a Chocano:

“Chocano es, después de Palma, el primer escritor que consigue hacerse escuchar por el público… Para ello hizo algo heroico: se entregó plenamente a su vocación. No consideró nunca la literatura como un hobby para los ratos libres, sino una actividad excluyente, que requería la máxima responsabilidad y en la cual la participación del lector era tan importante como la del poeta. Chocano tuvo conciencia de la literatura como función social.”

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