Escribe: Jorge Tume
Vamos a imaginarnos una historia cuyo protagonista es uno de los presos más famosos de los últimos tiempos: Alberto Fujimori.
Resulta que Alberto Fujimori está preso en una cárcel de máxima seguridad. Se le acusa de asesinatos, secuestros, robos, corrupción, entre otros delitos. Un día, su médico le detecta cáncer y pide su traslado a una clínica, para un mejor tratamiento. El Estado le niega ese traslado y le da un deficiente tratamiento en la misma cárcel. Se encienden las alarmas, los medios dan la noticia no para informar, sino para presionar el traslado. Diversas “personalidades” firman una carta dirigida al presidente de la República, pidiendo un trato humanitario al reo. Las redes sociales se inundan de comentarios y flyers pidiendo respeto y clemencia por el ser humano.
El cáncer avanza y las condiciones en la que es atendido el paciente son paupérrimas. En vez de mejores condiciones, el INPE no le permite visitas semanales al reo, y solo le da media hora diaria de salida al patio. El preso está moribundo. El Estado no se conduele de su situación. La gente, tocada en su “humanidad” pide que el anciano salga a morir entre los suyos. El gobierno dice que no. Finalmente, el reo muere. Sus familiares reclaman el cadáver, pero desde el INPE informan que no lo van a entregar, que lo incinerarán y luego botarán las cenizas en algún lugar. El pueblo llora por esta insania perpetrada por otros seres humanos.
Qué terrible hubiera sido, ¿verdad? Pero no fue así. Fujimori fue recluido en una cárcel de lujo, donde tenía buenas condiciones de vida, sitios de recreación, buena atención médica, comida adecuada. Además, recibía a cientos de personas que llegaban a visitarlo, salía a la clínica cada vez que quería, y, finalmente, murió en su casa, rodeado de sus familiares. Su cuerpo inerte recibió honores en Palacio de Gobierno y se le dio cristiana sepultura. Nunca pidió perdón por sus delitos.
Qué terrible hubiera sido, ¿verdad? Pero no fue así. Fujimori fue recluido en una cárcel de lujo, donde tenía buenas condiciones de vida, sitios de recreación, buena atención médica, comida adecuada.
Hace unos días murió Miguel Rincón Rincón, uno de los últimos líderes del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA). ¿Quién fue este personaje? Fue un militante de izquierda que escogió el camino de las armas para enfrentarse al Estado.
Estudió medicina en la Universidad Nacional Federico Villarreal. Su interés por las ideas comunistas lo llevó a integrarse al Partido Comunista del Perú – Mayoría, y a realizar viajes a la Unión Soviética y otros países europeos. Fue candidato a la Asamblea Constituyente en 1979, sin éxito. En 1984 se integró activamente al MRTA. Escribió un libro: Socialismo andino: balance y propuesta.
Miguel Rincón, ‘Camarada Francisco’, fue capturado por la Policía en 1989 y condenado por terrorismo. Pero en 1990, el jefe máximo, Víctor Polay, y varios militantes del MRTA, entre ellos Rincón, lograron escapar del penal de Canto Grande, a través de un túnel que habían construido desde el exterior. Polay fue recapturado unos meses después, por lo que Rincón asumió el liderazgo de su organización.
Era 1995, Miguel Rincón fue detenido nuevamente tras un violento enfrentamiento con la policía en el distrito de La Molina, con rehenes civiles de por medio. Estaba con otros emerretistas, entre ellos la estadounidense Lori Berenson, y entre sus planes estaba la toma del Congreso de la República para canjear parlamentarios por sus presos.
En prisión, Rincón escribió una carta donde denunciaba sus condiciones carcelarias. Ahí contó que en la cárcel de Yanamayo (Puno) encerraban a dos o tres personas en una celda de dos metros por uno y medio, en la que era imposible siquiera caminar un poco para estirar los músculos; tenía solo media hora diaria de salida al patio, una pésima alimentación e inadecuada atención de salud. Decía que estaba prohibido de conocer lo que ocurría en el mundo, que le tapaban las ventanas para impedir que pase la luz a su celda.
Ya en la Base Naval contó que, casi hasta el fin de la dictadura fujimorista, estuvo completamente aislado, no podía ver ni escuchar a otras personas; el único contacto que podía tener era su madre y su hermana por media hora al mes, a través de un vidrio blindado, hablando con parlantes, mientras alguien escuchaba y grababa sus conversaciones. Le prohibían, incluso, escuchar música, tener reloj o calendario para saber del tiempo; era obligado a hablar a susurros; paseaba en el patio media hora al día, solo, bajo vigilancia amenazante. Lo que más le dolió fue no poder recibir la visita de sus pequeños hijos que llegaron desde el extranjero a visitarlo. Aun así, pidió perdón por sus delitos.
Miguel Rincón contrajo cáncer y el 11 de diciembre pasado, a los 73 años, murió en prisión. Su enfermedad estaba en fase terminal. Cuando su hijo Miguel Alexander Rincón Gutiérrez pidió la entrega del cuerpo de su padre para darle cristiana sepultura, las autoridades le negaron y determinaron cremar el cadáver y botar las cenizas al mar, en un lugar desconocido.
Si bien esta medida se sustenta en una ley promulgada por un presidente que quiso impedir una sepultura para Abimael Guzmán, las preguntas saltan. ¿Hasta dónde es capaz el ser humano de cebarse con otro ser humano, incluso más allá de la muerte? ¿Quién determina quiénes son los presos buenos y quiénes los malos? ¿Qué culpa tienen algunos hijos o madres que ni siquiera pueden despedirse de sus muertos? ¿Qué es un acto humanitario y quiénes son los privilegiados en tener acceso a él? ¿Por qué nuestra moral y nuestra humanidad son selectivas?
¿Hasta dónde es capaz el ser humano de cebarse con otro ser humano, incluso más allá de la muerte? ¿Qué culpa tienen algunos hijos o madres que ni siquiera pueden despedirse de sus muertos?
Y acá pueden saltar muchos y reducir su razonamiento al típico: “Es que fue un terrorista”. Ya, pero, ¿vengarse hasta con el cadáver? ¿No pagó con la cárcel sus delitos? ¿No sienten un cosquilleo profundo en el alma que les dice que eso ya es la máxima degradación humana? Diversos organismos de derechos humanos (y el sentido común) sostienen que los restos de una persona deben ser tratados con respeto.
El Estado, que trata a los delincuentes con guantes de seda (y les regala leyes para que se libren de la cárcel), justificará sus decisiones. Para la clase gobernante es más peligroso un hombre derrotado (que en el siglo pasado llevó al extremo sus ideas), que quienes hoy destruyen este país. El “pensamiento” de esta clase política lo ha resumido bien el ministro Quero: “Los derechos humanos son para las personas, no para las ratas”. Claro, no incluye dentro de las “ratas” a los rufianes que usan la palabra “democracia” para condenar a la gran mayoría de ciudadanos a un país casi inviable.