Escribe: Jorge Tume
«¡Koky Tume!», gritó alguien desde el otro extremo de la plaza de Pacasmayo. Yo, que venía auscultando el suelo empedrado, levanté la mirada y lo vi. Ahí estaba él, con su sonrisa de niño zumbón, abriendo los brazos de par en par, con su saquito azul desteñido, su camisa de cantante salsero y la certeza de una amistad sempiterna. Ahí estaba Eloy Jáuregui, el cronista más pendejo que ha parido la tierra.
Lo había conocido sin conocerlo. Cierta tarde, cayó en mis manos un sabroso libro de nombre sugerente: Usted es la culpable. Fue como una revelación. Ese libro me hizo quererlo como si fuera un maestro, un hermano mayor, un compañero de andanzas. Y es que, como siempre le decía, se presentó ante mis asombrados ojos «un faite de las palabras», un hombre que era capaz de levantar de sus escombros a un país a punta de verbo y sustantivo. Entonces, empecé a seguir sus otros libros y todo lo que escribía.
Cierta vez estaba armando la relación de escribas que le dieran brillo a la Feria del Libro de Bernal. Y se me ocurrió que Eloy podría ser uno de ellos. Conseguí su teléfono y le hablé, con cierto temor. «¿Bernal?… ¿dónde es esa huevada?», respondió y los dos nos carcajeamos. Se había roto para siempre esa incómoda distancia entre el admirador y el admirado. Dijo que sí, que con todo gusto, comparito, que a Piura no voy hace tiempo y necesito un buen poto, de chicha, me aclaró. Y entonces, pensé verlo, en vivo y en directo, en esa hermosa tierra que me vio nacer. «El Macondo del Perú», como él le llamó siempre.
Pero quiso el destino que nos conociéramos días antes. Una semana previa a la Feria de Bernal hicimos la de Pacasmayo. Nuestro invitado estrella era el gran Oswaldo Reynoso. Era sábado y yo aun estaba disfrutando de la placidez de las sábanas, cuando sonó mi celular. Era Eloy. «Oe, cuñao, por el feis me entero que estás en Pacasmayo», me soltó a boca de jarro. Le dije que sí. «Yo también. He venido a dar unas charlas a los periodistas de acá; aunque no sé qué chucha estoy haciendo», y otra vez su inconfundible carcajada.
Quedamos en vernos en media hora y fue ahí que me gritó desde el otro extremo de la plaza. La primera vez que lo vi en persona. La mañana era fría y el rumor del mar nos acariciaba las orejas. Nos abrazamos y al toque me comprometió: «Acompáñame a desayunar». Entramos a una vieja fonda, frente a la plaza, y con su voz de muchacho de barrio le ordenó al mozo: «Flaco, lo mismo de ayer». Como por arte de magia, aparecieron en la mesa dos cervezas al polo y dos sudados de tollo. «Oiga, maestro, todavía son las ocho de la mañana», le dije, pues de solo ver las cervezas el frío me sacudió. «¿Y quién ha establecido los horarios para chupar?», me respondió al mismo tiempo que llenaba los vasos. Luego todo fue una conversación amena, donde no faltó su manera tan peculiar de decir las cosas sacándole brillo a las palabras.
A Bernal siempre fue con alegría, porque amaba los libros y porque le gustaba ser amigo de los escritores. No perdía oportunidad para hablar de este oasis del desierto de Sechura. Varias veces, el nombre Bernal volvía en sus discursos, en sus crónicas, en sus columnas. Decía que en “El Macondo del Perú” se realizaba la feria del libro más extraña del mundo y que ahí había tenido su mejor auditorio. Y cada vez que esto decía, yo no dejaba de inflar el pecho.
Luego nos vimos muchas veces, en diferentes partes del Perú. Y todo él era alegría, salsa, historias, bolero, anécdotas, cumbia, risas, vals, palabras, reflexiones, escuela, periodismo y amistad pura. Nunca lo vi triste. Sudaba palomillada, como aquella vez que le pregunté en Bernal que qué quería almorzar. “Cabrito de ojos azules”, me respondió.
«A Bernal siempre fue con alegría, porque amaba los libros y porque le gustaba ser amigo de los escritores. No perdía oportunidad para hablar de este oasis del desierto de Sechura».
El año pasado, junto a mi amigo Omar Aliaga, lo visitamos en su casa, cerca a la Universidad de San Marcos. Fue una tarde memorable, donde lo conocimos aun más. Nos había preparado un suculento ceviche que devoramos en un santiamén. Mientras bebíamos vino de caja, conversamos largo y tendido de Vallejo, a quien idolatraba. Recuerdo que me hizo leer ese poema que Vallejo le dedica a su gran amigo Alfonso de Silva, que había fallecido. Y ahora se me ocurre que Eloy se estaba despidiendo, porque los versos calzan perfectos: sufro, bebiendo un vaso de ti, Silva, / un vaso para ponerse bien, como decíamos, / y después, ya veremos lo que pasa… (permíteme mojar la palabra, le dije y me zampé una copita de vino. Luego continué). Es éste el otro brindis, entre tres, / taciturno, diverso / en vino, en mundo, en vidrio, al que brindábamos / más de una vez al cuerpo / y, menos de una vez, al pensamiento.
Y casi al borde del llanto, brindamos por Vallejo. Luego nos dio una lección de salsa dura. Nos hizo escuchar parte de la música que lo acompañaba día a día. Y ya cuando el vino iba meciéndonos el cuerpo, nos miró y nos dijo: “¿Han escuchado Cien años de Macondo, de Celso Piña?”. Como lo miramos con cara de “quién chucha es ese”, nos regañó: “No han escuchao ni mierda”. Y puso esa maravillosa canción que le arrancaba esa sonrisa de felicidad, tan peculiar en él. Y ya sazonaditos, nos despedimos. “Cuando vengan a Lima no vayan a hoteles, vénganse a mi casa, carajo”, nos abrazó. Así era Eloy.
Por eso ahora que se salió con su “domingo siete”, quiero creer que está de viaje, o que está en alguna cantina, entre cervezas y ceviches. Y quiero creer que lo volveré a ver para leerle nuevamente (con un ligero cambio en el nombre) esos versos que Vallejo le dedicó a su amigo Alfonso: Hoy es más diferente todavía; / hoy sufro dulce, amargamente, / bebo tu sangre en cuanto a Cristo el duro, / como tu hueso en cuanto a Cristo el suave, / porque te quiero, dos a dos, Eloy, / y casi lo podría decir, eternamente.
«Uy, curuju, cuñao», me dirás. Y yo te abrazaré. Hasta siempre, comparito.