Escribe: José William Pérez Jiménez
“Dejo a mis enemigos el cadáver como una señal de mi desprecio”. Máxima superlativa, juiciosamente arrogante, con la que Alan García descorchó el licor de su desprecio para cuando la factura tocase su puerta; lo había previsto todo: prefería la muerte a las marrocas, y se lo había advertido a los suyos con puntos y comas.
Pero la racional voluntad del expresidente pretende ser desnaturalizada. Para ello, se insinúa la hipótesis de que ciertos actos orquestados habrían sido responsables de jalar el gatillo. Con esta tesis tan delirante como insostenible, el congresista Jorge Montoya de Renovación Popular, logró que se aprobara para conformar una comisión que investigue, por segunda vez, la nada: es decir, el caso de un suicidio juicioso. La primera vez que Montoya investigó la nada, fue en el 2021, cuando encabezó una comisión sobre el inexistente fraude electoral, dilapidando más de S/. 200 mil soles del erario público.
La historia humana está repleta de juicios que hoy nos parecen delirantes. En la Edad Media era común enjuiciar animales, domésticos y salvajes, sospechosos de albergar manifestaciones demoniacas. En 1522, por ejemplo, las ratas de Autun (Francia) fueron citadas a comparecer ante un tribunal y gozaron incluso de un defensor: Bartolomée Chassenée, quien justificó la inasistencia de sus defendidas por temor a ser devoradas por los gatos en el camino. De su parte, el viejo código alemán el Espejo Sajón, prescribía matar a todos los animales presentes en un crimen por falta de “asistencia con la víctima”. A finales del siglo XV, los abejorros fueron excomulgados en nombre de la Santísima Trinidad y expulsados de las tierras de la diócesis de Lausana, debido a los desastres que causaban en la agricultura. En la larga lista que expone Edward Payson Evans (1831-1917), se constata que la mayor parte de estos juicios era contra cerdos, identificados como feroces ‘porkycidas’ (si se me permite este neologismo).
Uno de los casos icónicos fue el de Jean-Baptiste Clement (1793), un revolucionario francés, que se suicidó antes de ser capturado, y su sentencia a muerte fue leída ante su cadáver.
De la justicia humana que reclamaba la divina, no se salvaron, osos, ratas, perros, caballos, orugas, gusanos, gorgojos, moscas, ni sanguijuelas; tampoco, suicidas y difuntos humanos. En la Europa medieval, e incluso moderna, el suicidio no solo fue un pecado grave, sino un crimen contra Dios y el rey, y su consumación, daba pie a los juicios post mortem, lo que traía la exhumación y exposición pública del cadáver. Uno de los casos icónicos fue el de Jean-Baptiste Clement (1793), un revolucionario francés, que se suicidó antes de ser capturado, y su sentencia a muerte fue leída ante su cadáver. Otro famoso caso, lo fue Juana de Arco (1412-131) quien fue sentenciada por herejía y quemada en la hoguera, sin embargo, a veinticinco años de su muerte volvió a ser juzgada anulándosele la pena y la causal de la condena, y cinco siglos después fue canonizada como santa (1920).
Pero no solo animales, suicidas, difuntos y hasta almas fueron objetos de juicios; sino también, los objetos inanimados. En el Prytaneion de Atena de la Grecia clásica, por ejemplo, se decidía, con juez y testigos incluidos, la culpabilidad de los objetos (vigas, piedras, estatuas, herramientas, etc.), realizándose rituales de purificación que consistía en retirar de la ciudad al objeto culpable y arrojarlo fuera de esta, las muertes sinsentido abrían la puerta al caos.
¿Cuáles eran aquellos resortes simbólicos que justificaban excomulgar a un suicida, juzgar a una cabra o desterrar una piedra homicida? Al menos una razón se tenía: reafirmaban una cosmovisión, una moral, una ley que les otorgaba sentido. Montoya y su juicio a la nada, no busca ni justicia, ni orden, ni -mucho menos- tiene sentido alguno. Los mentecatos no fueron quienes enjuiciaban a suicidas en nombre de un orden divino, sino quienes hoy reemplazan un suicidio juicioso a cambio de un miserable espectáculo en plena farra electoral.





