Escribe: Robert Jara
Aquel día, Isidoro y Pedro, en Huabal, se montaron en la carrocería de una camioneta Datsun blanca que iba con destino a Chepén, donde los aguardaba una fiesta de cumpleaños. Avanzaron tranquilos, parlanchines, por la pista que muere en la Panamericana, Guadalupe, sin presagiar que algo malo pasaría.
Sería las 4:30 p.m. cuando en plena pista Panamericana, por la curva maldita, tildada así por la larga lista de vidas que ha cobrado, el chofer de la Datsun blanca aplicó abruptamente los frenos y dio un giro inesperado sobre las llantas, sin volcarse; la camioneta se detuvo en la berma. Todos los que iban en la carrocería, permanecían agarrados de los fierros, sudando frío, con los corazones atropellados. Isidoro, ya reparado del susto, vio que, a pocos metros, dos camionetas estrelladas, retorcidas, echaban humo. ¡De la que nos salvamos!, dijeron, persignándose apurados. ¡Vamos a ayudar!, sugirió Isidoro, y de un brinco los compadres bajaron a la pista. Pucha, de no ser por nuestro chofer, triple choque hubiera sido, reflexionó Pedro, mirando al hombre que seguía inmóvil, aferrado al timón. Caminaron. Una de las camionetas accidentadas, la Datsun Station roja, descansaba sobre el asfalto convertida en un acordeón; mientras que la otra, la Chevrolet negra, aunque con mejor suerte, lucía prominentes abolladuras.
Isidoro al toparse con el cuerpo tirado junto a la Datsun roja, se perturbó, un escalofrío recorrió su piel curtida. ¿Alguien lo sacó de la camioneta y lo dejó allí o fue la fuerza del choque? Se inclinó un poco y aguzó la mirada. Entonces su corazón se alborotó. Volvió a auscultarlo. Y soltó al viento: ¡Es Julio Mau! Sin esperar la reacción de Pedro, se acercó a los hombres ensangrentados que se quejaban detrás de la camioneta. ¿Es Julio Mau?, indagó, señalando el cuerpo tendido. Sí, asintieron, consternados. Isidoro en dos pasos dimanó junto a Julio Mau. No puede ser. Batallando contra su incredulidad, respirando cansinamente, husmeó el interior de la Datsun roja. Y, entre los fierros retorcidos, divisó un huiro, ¡el huiro de Julio Mau!, y un logo, ¡el logo de El Cuarteto Imbatible! Un par de lágrimas rodaron por sus mejillas. Era hincha de Julio Mau, a quien había visto en vivo en Cajamarca, varias veces, cuando allí se estableció con la ilusión de ingresar a la universidad.
En el cumpleaños, con la camisa ensangrentada, Isidoro narraba el trágico suceso, apenado, aunque orgulloso por haber cargado en brazos a su ídolo.
En el asfalto aún caliente, el tráfico se había detenido; se formó una cola infinita de camiones y autos que tocaban claxon con impaciencia. Alrededor de la Datsun roja, un mar de curiosos murmuraba, mirando el cuerpo tendido: ¿estará vivo? A pesar de tanto curioso, nadie se ofrecía para trasladar a Julio Mau al hospital. Los músicos heridos no cesaban de pedir auxilio. Como a los veinte minutos del choque, recién, un buen samaritano, como salido del arenal, desde su auto blanco, llamó haciendo ademanes: ¡Súbanlo, rápido! Isidoro dejó de caminar de un lado para otro, se puso en cuclillas, colocó a Julio Mau en sus brazos, está muy pesado, pensó, y haciendo esfuerzo avanzó hasta el auto blanco que aguardaba con el motor encendido; con la ayuda de Pedro, acomodó el cuerpo inmóvil en los asientos traseros. ¡Al hospital de Chepén!, ordenó una voz desconocida. Isidoro, para salir de la duda que lo agobiaba, cuando estuvo en cuclillas había tanteado el pulso de Julio Mau. Mirando al auto blanco alejarse de la curva maldita, le dijo, en voz baja a Pedro, que hacía lo mismo a su costado: por las puras es, Julio Mau ya está muerto.
En la Chevrolet negra, atrapado entre el timón y el asiento estaba un hombre ensombrerado, botando sangre por la nariz y la boca; a su lado, una señorita lloraba y pedía auxilio casi murmurando: ayuden a mi padre, el ingeniero… Isidoro y Pedro al percatarse, nuevamente, que ningún curioso se animaba a ayudar, con sumo cuidado, liberaron al ingeniero. Lo tendieron sobre la berma. Quizá por lo ensangrentado que estaba, tardó para que otro samaritano, desde un Corolla azul, llamara insistentemente con el claxon. Entre Isidoro y Pedro cargaron al ingeniero y lo acomodaron en los asientos traseros, mientras la señorita, que presentaba solo leves rasguños, se sentó adelante, junto al chofer. Apure, por favor, murmuró. Y el Corolla azul, rugiendo, se esfumó por la curva maldita, sumiéndose en el anonimato.
Con el sol a punto de ponerse a un costado del cerro Azul, Isidoro y Pedro, subieron a la Datsun blanca, que amablemente los había esperado mientras auxiliaban a los heridos. El chofer, ya sin susto en la sangre, pisó el acelerador y enrumbó hacia su destino original. Curva maldita, masculló Isidoro, con impotencia, mientras el viento revoloteaba su lacio pelo. En el cumpleaños, con la camisa ensangrentada, Isidoro narraba el trágico suceso, apenado, aunque orgulloso por haber cargado en brazos a su ídolo. Del minicomponente brotaba de rato en rato “A tiempo”, el último gran éxito musical del recién extinto Julio Mau, la mítica voz de la cumbia peruana.