jueves, mayo 1, 2025
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La credencial del poeta (y de los que se creen poetas)

¿Un poema tiene más valor si se le publica en un libro o en una plaqueta? ¿Es mejor poeta quien es publicado por una buena editorial o quien ha ganado un concurso? ¿Cúando sabemos que estamos ante un poeta de verdad?

A mis 41 años aún no había publicado libro alguno, sino apenas un par de plaquetas individuales y otro par de plaquetas colectivas, las cuales, por supuesto, no contaban como carta de presentación y de acceso a la élite literaria.

El por qué no había publicado, no era importante, como tampoco lo era el por qué sí lo hubiera hecho. Es innegable que la plaqueta brilla ante el escrito inédito, pero también es cierto que se opaca ante el libro. Basta que declares haber publicado solo plaquetas para que tu interlocutor sea víctima del desencanto, e inconscientemente te ubique, en su escalera valorativa, peldaños más abajo que los que publicaron libros.

La tribu de poetas, desde hace rato, se ha dividido en dos: la de los que han publicado algún libro y la de los que no. Esta división trae consigo la vara con que se mide y discrimina, y hasta parece eliminar el dilema subyacente: ¿basta publicar un libro para ser considerado poeta?, ¿la publicación es suficiente para ser considerado buen poeta? Recuerdo que, en Puerto Rico, hace algunos años, se abrió un debate al respecto, sin quererlo. Cierto colectivo literario invitó públicamente a los poetas a participar en un encuentro nacional, pero con la salvedad expresa de que solo aplicaba a quienes habían publicado al menos un libro. Las reacciones no se hicieron esperar. Y las opiniones se partieron en dos: (1) Poeta es quien ha escrito poesía y la ha publicado en libro, y (2) Poeta es quien ha escrito poesía, la haya publicado en libro o no. Quienes apoyaron la primera opinión, creían que era el libro quien otorgaba el título de poeta, mientras que quienes apoyaron la segunda no lo creían así. Lo curioso fue que los poetas que habían publicado algún libro respaldaron la primera opinión, y los que no, la segunda. ¡Oh, qué objetividad, por Dios! Solo fueron los hilos del chovinismo tribal en acción, tal como sucede, por ejemplo, en el mundo de los concursos literarios: quien concursa y gana, alega que el concurso es importante, invaluable…; mientras que quien pierde, guarda su participación en estricto privado o bien alega que el concurso es intrascendente, amañado…

¿Es posible que el poeta escriba poesía sin la intención de publicar? Creo que no, por aquello de la función comunicativa del lenguaje. Ahora, que no tenga el privilegio de publicar, es otro asunto. La publicación es el supuesto estandarte del triunfo, la llave de acceso a la élite literaria; aunque mientras se anhela su llegada, podría fungir de motor creativo, si este no se desvanece por la opresión del mercado o por las limitaciones del propio poeta. El poeta podría terminar vencido por la certeza ―real o inventada― de que jamás publicará; esto justificaría su afincado desdén por la publicación, justificaría la vehemencia con que afirma que publicar no es importante, no es su objetivo. Sería, en realidad, la cura en salud que el poeta se autorreceta para paliar el supuesto fracaso.

¿Un poema es mejor si en vez de publicarlo en cuero de vaca se publica en una lámina de oro? ¿Un poema es mejor si en vez de publicarlo en una plaqueta casera se publica en una edición de lujo? ¿Cuál es mejor, un poema no publicado, un poema publicado en libro, un poema publicado en la Internet…? ¿Un poeta es mejor si en vez de publicar una plaqueta, publica un libro? ¿Quién es mejor, el poeta que no publica, el poeta que publica en un periódico, el poeta que publica en una revista…? La respuesta es una verdad de Perogrullo, pero que comúnmente se soslaya: la calidad de un poema no depende del soporte físico. La calidad de un poema depende solo de la (in)capacidad creativa del poeta; mientras que la publicación del poema depende solo de la (in)capacidad extraliteraria del poeta ― (in)capacidad económica, comercial…―, la que por extraliteraria sería injusto exigirle al poeta que la tenga. Esto hace que resulte patético ver a un poeta enarbolar su publicación con ínfulas de grandeza, olvidando o ignorando que la publicación nada tiene que ver ni con la calidad del poema, ni con la calidad del poeta. Este jactarse, eso sí, sirve para fines mediáticos y comerciales, para acariciar el ego, y que quiérase o no, suelen dar, y el poeta lo sabe, un aura de calidad equívoca que solo el tiempo se encargará de borrarla. 

El poeta como parte de un colectivo está obligado a mostrar que realmente lo es. Nadie del colectivo está obligado a llamar poeta a un poeta solo porque este lo grita a cuatro vientos. Si el poeta dice soy poeta ―la autoproclamación común y normalizada― y quiere que lo reconozcan como tal, el colectivo tiene el derecho de exigirle evidencia concreta, y el poeta, la obligación de ofrecerla. El que sólo bastase la palabra del poeta para ser llamado poeta, eso sí sería preocupante. ¿Y cuál sería dicha evidencia? Sí bien el poeta debería ofrecer evidencia de su existencia poética al colectivo, es claro que ésta no solo sería el libro, sino también la plaqueta, la revista, el periódico, el recital, las redes sociales, etc.; es decir, la evidencia sería la publicación, sin importar el soporte físico. La publicación, en general, sería la única prueba tangible que legitime al poeta ante el colectivo. En este sentido, el recital, por su propia naturaleza, sería la publicación de soporte físico más volátil, aunque irrefutable para quienes lo presenciaron, a menos que sea grabada; mientras que el libro tradicional sería la publicación más sólida, la credencial por antonomasia, que discrimina entre ser o no ser poeta, en desmedro de la plaqueta, del periódico, etc. Lo último, lamentablemente, invita/incita al ego a olvidar/ignorar convenientemente que la credencial fundamental del poeta es la publicación per se, y que ésta no posee el poder mágico de insuflarle calidad poética a un poema en función del soporte físico. La publicación, que es un grito de existencia poética, que deja intacta la calidad del poema y del poeta, solo cumple la humilde función de perennizar y difundir la creación literaria.

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