martes, junio 3, 2025
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La universidad peruana no es ancha, pero sí ajena (2)

En el anterior artículo se abordó la estrechez de la universidad pública en cuanto a cobertura de los egresados de secundaria, la necesidad de diversificar los mecanismos de ingreso y el daño que viene ocasionando el abordaje congresal poco serio y populista con la propuesta del “ciclo cero” y la creación a granel de nuevas universidades.

En esta oportunidad, se aborda la renuente condición de la universidad por permanecer ajena a las demandas del entorno donde se desenvuelve, además de haberse allanado a imperativos externos que instrumentalizan sus funciones, priorizando las vitrinas de la internacionalización y las métricas de indización, y desatendiendo su deuda con el desarrollo social.

En otras palabras, se trata de la universidad enclave, vale decir, una institución cuya huella epistemológica, y de los impactos de sus principales funciones, son casi nulos. Tal condición se extiende en distintos grados, aunque para el caso nos enfocamos en la universidad pública, puesto que en esta es donde ha ocurrido el descentramiento de lo público allanando su gestión institucional y curricular a la lógica de la empresa privada.  

A la condición de enclave de la universidad pública, se le suman tres tipos de crisis referidas por el educador y pensador portugués Boaventura de Sousa (2007): a) la pérdida de su hegemonía en la formación profesional y de las élites culturales, y en la generación de conocimientos; b) la pérdida de legitimidad asentada en sus criterios academicistas; y, c) la pérdida de autonomía institucional para plantearse sus planes y propósitos.



La presencia de múltiples fuerzas e intereses han cercado a una universidad que tradicionalmente ha estado postrada en la insularidad y en el ostracismo académico. Tal arremetida es insalvable y, por tanto, no tiene sentido que se reclame una universidad metafísica, incontaminada. Lo cuestionable es su obsecuencia a imperativos que provocan en ella un vaciamiento, incluso, de sus funciones más tradicionales como lo es, la formación intelectual, para rendir tributo al currículo de la empleabilidad, además de mostrase ajena, e incluso con signos de indolencia, frente a problemas históricos y estructurales de un país cuya matriz republicana parece diluirse cada vez más.

Quienes integraron el Movimiento de Reforma Universitaria de la segunda década del siglo XX, como Antenor Orrego, por ejemplo, habían ya denunciado el pobre papel de la universidad acartonada. Si bien la profesionalización es la función que más ha cobrado fuerza en las universidades, sin embargo, no es la única ni tampoco ofrece las mejores oportunidades para ampliar y enriquecer saberes mediante la investigación o la proyección social. La empleabilidad, no lo es todo.

Endosar una propuesta educativa a los humores del mercado de manera exclusiva y excluyente, termina por generar efectos adversos al sentido formativo y emancipador que la universidad debiera sostener. No hay mejor laboratorio y caldo de cultivo para el bien profesional que la realidad social. A su vez, no hay educación universitaria más farisea y epidérmica que aquella que, bajo los imperativos del capitalismo voraz, alimenta la estética de la libertad, y a la vez, adoctrina para la ética de la esclavitud, como diría Nietzsche.

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