sábado, mayo 3, 2025
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Le dedico mi silencio en una ciudad que no lo olvida

Desde Argentina, un profundo relato sobre el homenaje que le dedicó la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires a Mario Vargas Llosa, en el que amigos cercanos dieron cuenta del lado más íntimo del gran escritor peruano que nos acaba de dejar.

No sabía que necesitaba despedirme de Mario Vargas Llosa hasta que, leyendo el cronograma de la 49° Feria Internacional del Libro, descubrí que Buenos Aires le dedicaría un homenaje. Entonces sentí un hueco en mi interior. Una tristeza tibia, callada, que aparece cuando muere alguien que nunca conociste, pero estuvo en tu vida cada vez que abriste un libro. Un alguien que te habló desde la letra impresa, desde una voz escrita al margen de una frase.

Salí del departamento una hora antes y crucé la calle Santa Fe con una especie de recogimiento. Es una tarde fría y clara, con ese aire de otoño que invita al silencio. No espero encontrarme con muchos jóvenes, tampoco que el público fuera casi en su totalidad de cabellos grises, de pasos lentos y de miradas que habían leído mucho. Subí a la sala Victoria Ocampo, en La Rural, el lugar donde se realiza la Feria. Allí hablarían Jorge Fernández Díaz, Raúl Tola y Juan Cruz Ruiz.

Llegué temprano, con tiempo para mirar y oír a los otros que llegaban a la puerta de la sala. Una mujer me preguntó si asistirá el hijo de Vargas Llosa. No lo sabía. Un hombre murmuró sobre el horario, con un descontento creciente. A las cinco y media, la impaciencia se volvió una protesta a punto de desbordarse. Minutos después llegaron los expositores y nos hicieron formar la fila afuera de la sala para poder ingresar. Elegí un asiento cerca de la mesa, una posición estratégica desde donde pudiera ver bien los rostros. Perdí los lentes hace unas semanas y no quería perderme las emociones y los gestos de quienes hablarían sobre su experiencia con el escritor extinto.



El primero en hablar fue Jorge Fernández Díaz, periodista y escritor argentino. «En los últimos veinticinco años, Mario vino unas quince veces a la Argentina», dijo. «Le gustaba mucho el cine, y se perdía en librerías de viejo como un niño entre tesoros».

Hizo una pausa, y con una sonrisa contó una escena: «Una vez se quedó atrapado en un colectivo en Santa Fe, durante una marcha kirchnerista. Estuvo quince minutos adentro, y se preguntaba si empezarían a tirar bombas molotov». La sala soltó una risa cálida, como si por un momento Vargas Llosa estuviera ahí, entre nosotros, sorprendido e incómodo, pero humano.

«La pandemia lo golpeó», relató luego con tristeza. «En pocos meses, envejeció décadas. Fue duro verlo así». Habló de la eternidad que le dará Buenos Aires, del hueco que dejará su ausencia en las ferias del libro, y que ya nadie podrá ocupar, porque hay presencias que no se reemplazan y solo perduran en el recuerdo.

En la mesa, el peruano Raúl Tola, rodeado del español Juan Cruz y el argentino Jorge Fernández. / Foto: Banderlin Neyva

Luego, el escritor peruano Raúl Tola, allegado en los últimos años a Vargas Llosa, tomó la palabra y nos llevó a su infancia: «Yo tenía 12 años cuando escuché por primera vez su nombre. Mis tías decían horrorizadas: ‘Ese Mario Vargas Llosa es un ateo, y sus novelas son horribles’”. Risas. «Claro, eso me hizo buscarlo. Quise saber quién era ese hombre que incomodaba tanto”.

Además, contó la última vez que lo vio. Fue en un club, acompañando a su hermana. Vargas Llosa llevaba puesta la camiseta de Universitario de Deportes. La escena era simple, cotidiana. En esa simpleza había algo más, el escritor de fama mundial convertido, por un instante, en alguien común, sin el aura que la literatura lo había convertido durante su extensa vida de escritor.

Juan Cruz, el reconocido periodista español de El País, habló con un tono distinto. Cercano. Hondo. Nos llevó al corazón del dolor: «Cuando Mario supo de su padre, se destruyó. Y fue la literatura lo que lo fue salvando. El pez en el agua es su libro más humano». Recordó haberlo visto llorar. No estaba solo: estaba con la mujer con la que compartió casi toda su vida. Un Vargas Llosa contenido, pero quebrado.

Cuando terminó el homenaje, la sala aplaudió de largo. Yo dejé de hacerlo. Me quedé quieta, con un nudo suave en el pecho. No sabía todo lo que había escuchado en los testimonios sobre él. Que lloraba. Que se había sentido pequeño. Que había amado con  mucha pasión.

El público asistente al homenaje a Mario Vargas Llosa en Buenos Aires. / Foto: Banderlin Neyva

Salí sin decir nada. Caminé lento como si arrastrara algo. Pensaba en todo lo que se dice cuando alguien ya no está. Y en lo que no se dice. En lo que uno guarda como si no importara, pequeñas memorias que crecen hasta que importa demasiado. Pensaba que el silencio también podría ser un homenaje para quien suma palabras y emociones en nuestras vidas.

Entré a una cafetería y pedí un café con leche de almendras.

Me senté sola al lado de la ventana. No pensé en nada o tal vez en todo. Fue mi forma de quedarme un rato más con él, con el escritor odiado y amado por muchos, muy humano. De acompañarlo desde este lado del mundo. No con un discurso. Con una crónica. No con palabras grandes. Con una voz baja, y viva.

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