lunes, mayo 12, 2025
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Mamá, Oquendo de Amat te escribió una rosa

Es el día de la madre. Y una manera de celebrarlo, es dedicándole a todas las madres el mejor poema que se ha escrito para ellas en tierras peruanas. Rober Jara rinde homenaje a su madre y, también, a Oquendo de Amat.

He leído muchos poemas dedicados a la madre a lo largo de mi vida, pero desde aquella tarde que leyera el poema Madre, bajo la fronda de mis dos sauces llorones que bisbiseaban en el corral de mi casa de Semán, de autoría del entonces, para mí, desconocido poeta Oquendo de Amat, ningún otro poema dedicado a la madre había logrado conmoverme tanto, ningún otro poema a la madre había hundido sus raíces con tanta firmeza en mí, ningún otro poema había envuelto de/en palabras tan certeramente a mi madre, a las madres.

Desde aquella tarde lejana vuelvo al poema Madre una y otra vez, y cada vez que vuelvo (est)remece con más fuerza mi alma; cada vez que vuelvo a la amable manta de palabras, se instala en mí, la imagen nítida, límpida de mi madre morena, aupada al murmullo de las hojas danzarinas; y, entonces, irremediablemente, me invade una paz y una nostalgia inacabables.

Este breve, pero denso poema, urdido de palabras sencillas, tiene el poder de liberar de mi lado tozudo la envidia sana. Sí, porque cada vez que le dedico mis ojos es imposible no anhelar con fuerza telúrica el haber sido yo quien lo escribiera. ¡Vaya, cómo te envidio, Oquendo! Tuviste el acierto y la dicha de hilvanar tan memorable poema a mi madre un siglo antes de que yo naciera, un siglo antes de que yo intentara osadamente garabatearlo. ¡Vaya, cómo te envidio, Oquendo! Escribiste el poema a mi madre que yo no le quitaría ni le pondría una sola palabra, coma o punto.



Con la envidia a cuestas, Oquendo, y con fe poética, y dando sonrisas traviesas, consoladoras, esgrimo la certeza de que te inspiraste en mi madre alguna tarde lejana allá en el ande peruano. ¡Esgrimo la certeza de que mi madre fue tu madre! ¡Sino por qué mi madre brota oronda, morena, nítida de tu manta de palabras, y me abraza, y me abriga, y me besa la frente, cada vez que mis ojos besan tu poema! No hay otra explicación. Solo así fuiste capaz de hilvanar, Oquendo, sentado al filo de algún recuerdo, un poema tan entraña, perfecto. Y por eso te envidio.

Será muy difícil, aunque no imposible, superar la luz de tu poema, Oquendo, el aroma de tu rosa; será muy difícil aprehender mejor que tú a mi madre, porque ella irradia un no sé qué, desde no sé cuándo ni cómo. Por eso, solo me queda decirte gracias; gracias por hilar una rosa arcoírica con tu blanca rueca de palabras para el ser que hizo malabares para que yo camine con el menor dolor posible, con la dignidad menos acribillada, con la sonrisa más franca, honda y contagiosa.

Eso sí, lamento, Oquendo de amar, poeta del altiplano, pero debo confesarte que mi madre, tu madre, no sabe nada de poemas; les son lejanas libélulas, teóricos potajes, quizá viento que se escabulle por su hirsuta cabellera.  Lamento, poeta de cinco metros ―de poemas― infinitos, de efímera estadía, pero mi madre, la madre, no inhalará todo el aroma de tu rosa, no sentirá todo el amor de tus palabras; ¿pero sabes?, igual le diré uno de estos días, apretujándola despacito, antes de que la tarde baje sus párpados:

“Mamá, Oquendo de Amat, un viejo amigo de letras ha sembrado una rosa para ti, que huele así:

Madre

Tu nombre viene lento como las músicas humildes
y de tus manos vuelan palomas blancas

Mi recuerdo te viste siempre de blanco
como un recreo de niños que los hombres miran desde aquí distante

Un cielo muere en tus brazos y otro nace en tu ternura

A tu lado el cariño se abre como una flor cuando pienso

Entre ti y el horizonte
mi palabra está primitiva como la lluvia o como los himnos

Porque ante ti callan las rosas y la canción”.

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