Escribe: Robert Jara
Ya montado en la mototaxi, le pedí al chofer que por favor no cerrara las puertas. ¿No le molesta el viento?, me preguntó sorprendido; no, le contesté, lo adoro. Mirando mi reloj ‒6:35 a.m.‒, apuré a decirle: ¡Quiero comerme a Bernal con los ojos! No sé si me oyó, el motor había empezado a emitir sus rugidos.
Asomando, temerariamente, la cabeza por la puerta, mientras el viento me despeinaba a su antojo, me dediqué a atrapar el paisaje con mi cámara fotográfica: el verde arrozal se hundía en el horizonte, las espigadas palmares hincaban el cielo, los algarrobos batían sus ramas caprichosas, las humildes casas dibujaban el camino, un gran letrero daba la bienvenida… ¿Dónde lo dejo?, me interrumpió el chofer. Dudé unos segundos. ¿A quién busca? Una carreta pasó a toda cargada de leña. A Jorge Tume. Ahora él dudó unos segundos. Ah, Koki, el gordo, el hijo de Yogui, el que murió hace un par de años. Ni bien le dije que sí, metió la pata al acelerador; sorteó una que otra curva, y no se detuvo hasta el frente de una casa. Aquí es, me dijo. Cuando vi la fachada descolorida por el sol recordé que se trataba del lugar adonde los escritores y artistas invitados llegaban a comer, hace cuatro años. Le pagué al chofer, y bien a mi mochila a la espalda, toqué insistentemente la puerta de madera: ¡Hola Tonko!, exclamó Tume ni bien me vio, abriendo sus brazos y ofrendándome su ancho pecho cubierto de verde como los arrozales.
A la casa, uno a uno se fueron asomando los escritores, abrazo por aquí, abrazo por allá. Y en menos de lo que canta un gallo no pusimos al tanto de los cuatro años de ausencia que nos habían envejecido, mientras degustábamos el desayuno ofrecido por la familia Tume; sí, porque toda la familia, como ya era costumbre, ponía el hombro para que la fiesta de la palabra anduviera oronda y lozana: tomaba por asalto el comedor, la cocina; era esperanzador ver a la mamá, a la hermana, al tío, al sobrino, etc., escogiendo el arroz, destripando el pescado, batiendo las ollas, tendiendo manteles, alcanzando las tazas y los platos… Poco antes de las 9:00 a.m., “desayunados todos”, levantamos nuestras humanidades y en fila india, parloteando, enrumbamos al parquecito donde se desataría la fiesta.

El murmullo de los niños que esperaban ansiosos a los escritores y artistas, inundaba la atmósfera. Nos acomodamos, raudamente, por donde pudimos. Y empezó la jarana: los poetas lanzaron al viento como si de pájaros se trataran, sus poemas; los narradores, sus cuentos; los cantores, sus canciones; los músicos, sus melodías y arpegios; los mimos, sus parlanchines silencios; los teatreros, sus dramas empinados; y las reinas de lugar, su belleza de sol y arena. El viejo algarrobo, bajo cuya fronda yacía el escenario, se mataba de la risa. Yo me maté de sonrisa, cuando advertí la nota curiosa: un perro chusco, con un ojo cerrado y el otro medio abierto, entre el escenario y el público, disfrutaba el momento a patas y rabo tendidos. Varios intentaron sacarlo de allí, por aquello del roche, pero nadie pudo: déjelo, dijo alguien que ya lo había intentado antes sin éxito; es el perro culto de la feria, arguyó alguien con resignación y salero. Y era cierto, religiosamente, los cuatro días que duró el evento, el perrito fue el primero en llegar y el último en irse.
Los libros, dispuestos en hileras infinitas sobre las mesas, aplaudían con sus hojas pispadas, llamando la atención de los transeúntes; en especial la de los niños, quienes los tocaban, olían, ojeaban, y de cuando en vez, sacando una a una las monedas que guardaban celosamente en sus bolsillos, se los llevaban, a precio de infarto, ñatos de alegría. Era curioso ver a los niños alborotarse alrededor de los escritores y artistas con el afán de arrancarles algún autógrafo. Pide, pide, oigo que le anima un niño a su amiguito, ¿para qué?, le pregunta chupándose las muelas, pide nomás, no seas zonzo, de repente se muere. ¿Y? ¡El señor del micro ha dicho que si un escritor se muere su firma vale oro! Entonces el amiguito a empellones se abrió camino hasta mí, blandiendo en el aire su cuaderno: ¡Por favor, por favor, su firma!

El sábado por la mañana cuando llegué al parquecito, al fin se dibujó en mis ojos la esperada figura de Marco Martos, el poeta homenajeado. Yo lo conocía solo a través de sus libros; su rostro familiar me venía de las fotos que habría visto. Estaba sentado, a pierna cruzada, en la primera hilera de sillas, frente al escenario. Vestía de negro. ¡Era muy alto y no chato, como, ignoro por qué razón, me lo había imaginado! En esas andaba, cuando me percaté de que el asiento de su mano izquierda estaba vacío. ¡Esto sí que es suerte! Apuré el paso, y sin hacer preguntas acomodé mis huesos sobre la silla bendita. ¡Marco Martos, carajo! Ni loco iba a dejar pasar esta oportunidad histórica. Como nadie me reclamó por el atrevimiento, tomé aire, ¡Esta es la ocasión!, y me animé a hablarle a uno de los mejores poetas peruanos de la generación del 60: Buenos días, don Marco Martos. Le extendí mi mano. Un gusto conocerlo. Volteó, y me auscultó por sobre las lunas oscuras de sus anteojos. Hola, mucho gusto, me dijo, sacudiéndome la mano, regalándome su bonachona sonrisa. Para mí, fue más que suficiente. Dándome por bien servido me reacomodé en mi silla y me dispuse a escuchar, ¡Junto a Marcos Martos, carajo!, unos versos sentidos que salían volando desde el centro del escenario.
De Bernal volví a mi tierra ataviado de libros, ataviado de un algarrobal de emociones, no sin antes degustar con los amigos el suculento cebiche de caballa (o de cabrilla) acompañado con porciones de arrocito blanco y humeante; no sin antes aplacar la sed propiciada por un arenal y un sol inmisericordes, con chicha de jora, con chelas bien heladas; y no sin antes dejar nuestras canciones, melodías y poemas, aromados de humo y de lúpulo, dando vueltas como pájaros errantes en la negritud de la noche.
Adiós Bernal, pueblito que ha sabido instaurar en el norte peruano, sino en todo el Perú, uno de los espacios democráticos más importantes de exposición literaria y artística.
[Bernal = Cantaritos de Oro + Jorge Tume + Ají de Vieja]
Trujillo, octubre de 2015





