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Perú, país de socavones

En las vetas donde yacen metales preciosos, se libran aún guerras silenciosas y silenciadas. Es lacerante que desde las entrañas republicanas del Perú se proyecte el futuro gris y distópico de un país hundido en un socavón.

Mi país está lleno de socavones; hoyos sin fondo de injusticias vivas. De sus colosales excavaciones se han montado cerros de víctimas y montañas de estafas que delatan los laberintos oscuros de su historia.

En las vetas donde yacen metales preciosos, se libran aún guerras silenciosas y silenciadas. De aquellas oscuras entrañas nació el hilo de la madeja de un país fracturado; su cordón umbilical lo ata al mito de El Dorado, una supuesta región de ensueños, en donde el Rey Midas salía sobrando; alimento venal que ha viajado en el tiempo, y a pesar de supuestamente estar globalizados, seguimos dependiendo del modelo primario extractivista exportador, es decir, del negocio de los metales preciosos con la novedad de haberse sumado los metales raros. En los salones de la gran extracción se instalaron islas corporativas cuya sola presencia como rezaba el credo neoliberal, ha dejado cancha abierta para el caos y el crimen. En paralelo, pugnan por hacerse un espacio millares de emprendimientos mineros artesanales y no artesanales, a quienes les queda claro que, aunque ni a jazmines ni a violetas, el oro huele a pólvora y dinamita, carajo.  



De mayores honduras que los terrenales forados, se hallan los socavones del olvido encargados de la ingesta de la historia. En la contabilidad negra de aquellos laberintos, millares de indígenas del Putumayo fueron barridos por el apetito del caucho; por otras causas, pero con similar suerte, cientos de comunidades rurales fueron asesinadas por fuerzas terroristas y por fuerzas del orden que actuaron como si fuesen terroristas. De reciente data, las fosas comunes con miles de peruanos fue el precio que impuso la pandemia y el costo de un país que hizo gala de ser modelo del crecimiento, aunque paradójicamente carecía de respiradores mecánicos. En estos subterráneos senderos, más de medio millar de niños y niñas de comunidades amazónicas víctimas de violaciones sexuales que un ministro pelele justificó como “prácticas culturales”, parecen nunca encontrar justicia. En los oscuros pasadizos del olvido, también se encuentra los niños intoxicados de Qali Warma, las muertes de Inti Sotelo y Bryan Pintado, y el medio centenar de peruanos asesinados por protestar, y de un largo e interminable etcétera de víctimas.

Hoy, cual serpientes enormes se abren paso por calles y barrios de cualquier ciudad los socavones del crimen organizado, y devoran a su paso a hombres y mujeres a cargo de pequeños negocios, o al mando de microbuses y combis de rutas interminables, o a gestores de instituciones educativas; en fin, hoy, cualquier esperanza puede ser interrumpida a cuenta de una bala. Para que esto funcione, el ejecutivo y el legislativo, han provocado el mayor de los forados: con leyes más potentes que las temidas dinamitas, casi han desaparecido la poca institucionalidad que quedaba. De esta corrosión, no se salvan el tribunal constitucional, la policía, el poder judicial, la fiscalía, y otras más.  

Es lacerante que, desde las entrañas republicanas del Perú, vale decir, de sus principales instituciones (si cabe aún tan alta distinción), se proyecte el futuro gris y distópico de un país hundido en un socavón.

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