Escribe: Eliana Pérez Barrenechea
A lo largo de la historia diversas culturas han compartido un ritual de intercambio de sangre para sellar un pacto. Es lo que ha sucedido con la ley de amnistía e impunidad que beneficia a militares, policías y miembros de comités de autodefensa sentenciados y procesados por crímenes de lesa humanidad cometidos entre 1980 y 2000, creada por el fujimorismo y promulgada por el régimen de Boluarte.
La cuestionada ley sella con sangre el pacto dictatorial entre la coalición partidaria que puso a Dina Boluarte en el gobierno y las Fuerzas Armadas y policiales que la respaldaron y aún la sostienen. El abrazo de Boluarte con el miembro del Grupo Colina, Juan Rivero Lazo, sentenciado por las masacres La Cantuta y Barrios Altos, es el símbolo de esta alianza.
Ambos personajes tienen las manos manchadas con la sangre de los 50 peruanos asesinados para imponer a Boluarte en la presidencia y de los miles de peruanos asesinados y desaparecidos por las fuerzas armadas y la policía en las dos décadas del conflicto armado interno.
Resulta profundamente hiriente que esta ley se promulgue precisamente el día que se cumplen 40 años de la masacre de Accomarca (Ayacucho). Aquel fatídico 14 de agosto de 1985, soldados del Ejército, bajo el mando del subteniente E.P. Telmo Hurtado, apodado “El carnicero de los andes”, asesinaron a 69 campesinos, incluyendo 23 niños y un bebé de 3 meses, en un acto de brutalidad que no olvidamos. Accomarca es solo uno de los casos de terrorismo de Estado por los que esta norma debe ser derogada, como lo fue la ley de amnistía dada por Fujimori en 1995.
Es indignante que una mujer andina otorgue impunidad a quienes usaron la violencia sexual como arma de guerra y una forma de terror que impregnaron en los cuerpos de otras mujeres andinas.
Lejos de ser una medida de «reparación histórica», como la han calificado sus promotores, esta norma es la consumación de un sucio intercambio para silenciar los reclamos de justicia por los crímenes cometidos por los agentes del Estado contra población civil inocente. Y en el corazón de esta impunidad, late una profunda y vergonzosa complicidad con la violencia estatal de género, pues beneficia a los torturadores y violadores de mujeres y niñas indígenas, como los 13 exmilitares sentenciados el año pasado, luego de cuatro décadas de cometer el delito de violación sexual sistemática en Manta y Vilca (Huancavelica).
Es indignante que una mujer andina otorgue impunidad a quienes usaron la violencia sexual como arma de guerra y una forma de terror que impregnaron en los cuerpos de otras mujeres andinas. Las manos de Dina Boluarte remueven la herida profunda de cientos de sobrevivientes cuyo sufrimiento no importa, y que constatan nuevamente que el Estado, otra vez, las violenta.
Estas leyes de impunidad son propias de las dictaduras, donde el poder político está por encima de la justicia, los derechos humanos y el orden jurídico internacional. Y el pacto mafioso que cogobierna han convertido al Perú en eso. La sociedad peruana debe exigir su derogatoria, y tener en cuenta a los partidos que desde el Congreso la aprobaron. ¡No pasarán quienes derraman la sangre del pueblo y la usan como moneda de cambio por el poder e impunidad!





