sábado, febrero 22, 2025
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«Soy un joven trujillano que murió de cáncer»

Durante los últimos años de secundaria y los primeros de universidad, unos amigos conformaron un grupo que soñaba con ser escritor, viviendo en bohemia y arte. Lamentablemente, el círculo literario acabó en tragedia con el temprano fallecimiento de uno de ellos. Esta es su historia.

Me han dicho que me voy a morir. Los médicos ya no tienen esperanza en curarme, dicen que es mejor pasar mis últimos días en la playa, de vacaciones o con mi familia en lugar de intentar otro ciclo de quimioterapias. Nunca pensé que moriría así, de una forma tan común, siempre pensé que con el carácter y la determinación que tengo moriría de forma apoteósica o que por lo menos, en el peor de los casos, mi muerte ocuparía la primera plana de algún diario luego de haberme agarrado a trompadas con un choro, resistiéndome a la delincuencia, pero no, moriré de cáncer, seré una cifra más, un ejemplo para los hijos de mis amigos que les dirán “yo tuve un amigo que murió de cáncer, fumaba demasiado, murió de cáncer al pulmón”.

Dicen que el cáncer mata alrededor de 10 millones de personas al año y, que desde que se inventaron los ultraprocesados, esta cifra no hace más que aumentar. Ahora me pongo a pensar en todas esas advertencias exageradas de mi madre cuando encontraba las cajetillas de cigarrillos que escondía en puntos estratégicos de mi habitación.

—¿Otra vez fumando? Carajo, ya te he dicho que dejes de fumar, después te enfermas y la que paga el hospital soy yo —me reprendía.

—Todo en esta vida mata, mamá, lo que comemos, lo que respiramos y, después de todo, todos nos vamos a morir —respondía yo.

Aunque lo que le decía a mi madre eran únicamente excusas, lo cierto es que ahora todo causa cáncer: los pesticidas en las frutas y verduras, los conservantes de nombres raros en las frituras embolsadas, el aceite quemado que usan en hamburgueserías, el aspartame de las gaseosas sin azúcar e incluso la maldita cafeína, todo causa cáncer, como si existiera un complot por parte de las grandes élites y buscarán contagiarnos a todos para que, en algún punto de nuestras vidas, no veamos obligados a comprar sus carísimos (y dolorosos, muy dolorosos) tratamientos.



El día que me diagnosticaron cáncer ni siquiera me preocupó. En libros o series, es común ver a la gente llorando o pasmada, luego de recibir una noticia tan fuerte, pero yo, en cambio, tenía la certeza de que de esta también iba a zafar. Me hicieron una dieta baja en grasas saturadas y azúcares, una lista de medicamentos, un horario semanal para las quimioterapias y, obviamente, una estricta prohibición de fumar.

—No te preocupes, hemos podido encontrar la masa tumoral a tiempo, con quimioterapia, buena alimentación y actitud positiva, estoy seguro que te sanarás —recuerdo que me dijo el médico antes de salir.

Desde que comencé con el tratamiento he volteado todos los espejos de mi casa, me da miedo pasar y ver de reojo el escombro de persona en el que me he convertido. A veces mis sobrinos vienen a visitarme y se ríen de mí, les causa impresión cómo he ido perdiendo mi largo cabello de rockero de los 80, cómo mi piel ha ido palideciendo y cómo he ido adelgazando. A veces, entre risas, me dicen que parezco un fantasma, que si me llegasen a ver en la noche seguramente les daría un infarto. Mis amigos también me joden seguido, dicen que ya están buscando un ataúd perfecto para mí y que el epitafio de mi lápida puede ser “un par más y dos cigarros”. Yo solo me rio, pero la verdad es que, aunque parezcan dolorosos, esos comentarios me hacen más humano, me alejan de la lástima reflejada en los ojos de mis padres, mis médicos y hasta mis maestros.

Hoy, por fin, me di de baja de la universidad. He decidido que si me voy a morir, ya no tiene sentido seguir intentando saberlo todo. 

Salí de la universidad despidiéndome de mis maestros, de mis amigos de borrachera y discotecas y hasta de los vigilantes con los que me peleaba en la puerta por olvidar el carnet universitario. Ya culminé todos mis planes pendientes, puedo morir en paz. Salgo de la universidad, me dirijo a la bodega que está en plena esquina cruzando la calle. La vendedora me mira extrañada.

—Ay, joven, a los años que viene por aquí: está flaco, joven, ¿qué va a llevar? —me pregunta la vendedora, una señora cajamarquina que siempre me fio durante mis escasos años en la universidad.

—Deme una cajetilla de cigarrillos Marlboro de canela, por favor —me limito a responder.

Saco del bolsillo de mi chaqueta un billete de 20 soles y una moneda de 2, ¿cuánto habré gastado en puchos en toda mi vida? Pago, pongo el cigarrillo en mis labios y lo enciendo, siento el alivio que siempre me dio fumar y el regusto dulce y amargo del Marlboro de canela, mi cigarrillo favorito.

—Muchas gracias —me despido finalmente, mientras me alejo, fumando lo que probablemente será la última cajetilla de mi vida.



El día que Juan Pablo murió nos encontrábamos de fiesta. Eran las 3 de la mañana. Lo habíamos estado llamando toda la tarde para invitarlo a salir con nosotros, pero nunca contestó. Ya borrachos, lo llamamos de nuevo, el teléfono sonó 1, 2, 3 veces, y a la cuarta, recién contestó, pero atrás de la bocina no se escuchó la voz alegre y grave de Juan Pablo, sino la voz cortada de Maritza, su madre.

—¿Alo? —preguntó Maritza cuando contestó el teléfono.

—Buenas noches, disculpe que la haya despertado a esta hora, ¿estará por ahí Juan Pablo? —respondió César, quien había realizado la llamada.

No hubo respuesta al otro lado de la línea.

—¿Alo? ¿Me escucha? —volvió a preguntar César.

—Juan Pablo ya falleció, joven.

La llamada se cortó y todos nos quedamos absortos en una mezcla de impresión y tristeza. Juan Pablo había muerto. El mismo Juan Pablo que nos enseñó a tomar ese vino misio de 6 soles que pegaba más fuerte que el vodka, el que siempre tenía un lugar a donde ir cuando ya estaba amaneciendo y los bares nos botaban como perros a la calle; el admirador de García Márquez que fumaba como Ribeyro; ese mismo Juan Pablo que por momentos parecía el líder del grupo, había muerto. Y aunque su muerte nos cagó la noche, seguimos festejando, sabiendo que si Juan Pablo, desde el infierno (porque al cielo no hubiera podido entrar nunca), nos hubiera estado viendo, le hubiera gustado que lo recordemos con una chela en la mano y un pucho en la otra.

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