Escribe: Eduardo Zafra
Sentado en el banco de plástico al borde de la hornilla de la cocina, José Namoc Castillo terminó el último sorbo de su té. Vivía en una casa sencilla: una sala y dos habitaciones. El techo, recientemente construido, era de calamina metálica sin pintar. Las paredes de barro aún conservaban el tono ocre de la arcilla. Acababa de llegar del mercado mayorista, trabajaba como comerciante de todo tipo de productos: frutas, verduras, hierbas, todo lo que pudiera darle unas monedas. Afuera, la noche amenazaba con un frío cortante y, sin luz eléctrica ni muchas posibilidades, las habitaciones eran alumbradas con velas.
–Ya vengo, voy a guardar la moto y vuelvo -gritó José Namoc.
Desde la otra habitación, una voz tenue le respondió:
–Ya, con cuidado.
Era su media hermana. Gabriela Namoc Cabos, una viejecita de 84 años que a duras penas podía caminar y que se pasaba la mayor parte del día recostada en la cama. A pesar de su parentesco, Gabriela había criado a José como si fuera su propio hijo, dándole de lo poco que tenía para que él pudiera comer. Ahora, convertido en un hombre de 52 años, José devolvía el favor a su madre adoptiva cuidándola, cocinándole y pagando las cuentas.
Antes de salir, José se aseguró de apagar todas las velas y dejar el balón de gas bien cerrado. Desde su casa en Manuel Cedeño 1460 hasta la cochera donde dejaba su moto, a la altura de la comisaría de Bellavista, hay poco más de 20 minutos a pie. De regreso, quedaba la panadería donde los hermanos compraban pan diariamente: era matar dos pájaros de un tiro.
Cuando el Ministerio Público llegó, vecinos y familiares de la víctima esperaban afuera. No había llanto, ni siquiera tristeza. Conversaban con júbilo morboso sobre cómo había iniciado el incendio y qué podrían hacer ahora.
Sin embargo, al volver, en lugar de su hogar, se encontró con un muro de humo negro, patrullas de serenazgo y el olor a carne quemada. Corrió hasta la casa convertida en un horno para intentar rescatar a su hermana. No pudo hacer nada. El calor era insoportable. La arcilla de las paredes y la calamina metálica del techo habían convertido a la casa en un verdadero infierno. Los bomberos, intentando rescatar a Gabriela, cortaron el techo de la habitación, pero ya era demasiado tarde, los únicos que lograron escapar fueron los perritos de los hermanos (dos adultos y tres cachorros).
El incendio fue apagado pocas horas después. Dentro de la casa, la imagen era terrible. El cuerpo calcinado de Gabriela Namoc yacía en el piso completamente calcinado. El calor había fracturado sus brazos y sus piernas dejándolas en cenizas. El rostro, casi irreconocible por las quemaduras, había quedado paralizado en una mueca de dolor. El cuerpo aún conservaba trozos de tela fusionados a la piel. La habitación completa había quedado en cenizas. Los muebles, el colchón, la ropa, las frazadas, todo se había calcinado.
Cuando el Ministerio Público llegó, vecinos y familiares de la víctima esperaban afuera. No había llanto, ni siquiera tristeza. Conversaban con júbilo morboso sobre cómo había iniciado el incendio y qué podrían hacer ahora. El último de los hermanos Namoc tal vez era el más consternado.
–Ella había nacido el 14 de noviembre de 1940. Faltaba poquito nomás para su cumpleaños -intentaba explicar cuando las autoridades le preguntaban por la edad de su hermana.
La teoría a la que habían llegado los vecinos era que tras la salida de José, Gabriela intentó encender nuevamente las velas tropezando y dejando caer las velas sobre la cama, iniciando el fuego que terminó por consumir todo. Las diligencias se llevaron a cabo con normalidad en compañía de la Policía y del médico legista. El cadáver de Gabriela fue trasladado a medicina legal para su posterior velorio y sepulcro, mientras que Trujillo registra un muerto más en una ciudad que parece parece estar condenada a las tragedias.





